¿Padecemos los bolivianos de una fracasomanía?

Texto: Javier Medrano

Vivimos obsesionados con el fracaso. Con la victimización. Somos mártires infinitos. Nos retorcemos de dolor al saber lo que todo pudo ser, pero, al final, nunca fue. Hemos nacido desencantados. Sin magia. Vivimos en un pesimismo permanente y persistente frente a otra posible realidad inalcanzable, inamovible. Hemos incluido en nuestro vocabulario diario de vida a la derrota como algo normal. Como aquello que tenía que pasar. Asumimos la pérdida y la capitulación como una supuesta mala suerte innata, propia de los arruinados. Adonde vayamos, hagamos o dejemos de hacer, el desafío que encaremos, el proyecto anhelado que busquemos concretar, todo parecerá estar destinado al fracaso.

Será por eso que cuando un triunfa, cuando uno logra un éxito, una conquista, se incomoda. Se pone tenso y busca disimular. Y cuando le preguntan cómo te está yendo, siempre la respuesta debe ser derrotera o por lo menos lastimera. Porque si brotásemos pecho por nuestra victoria, más de un enemigo gratuito o calumnia nos ganaríamos. ¿Será por eso nuestra falsa humildad?

No hay posible reforma que no nazca desahuciada. No hay posible cambio que no esté dinamitado. No hay posibles voluntades para reformar, reconstruir, remodelar que no lleven en sus espaldas la cruz de la derrota.

Vivimos tiempos nublados. Enrarecidos, hasta casi pestilentes. Estamos sumergidos en una “triste tristeza” y nuestra tranquilidad y posible bienestar son muy precarios. Estamos cabizbajos y confundidos. La incertidumbre se ha empozado en nuestras almas.

¿Acaso los bolivianos vivimos en una profunda fracasomanía?

No quiero sonar más pesimista de lo que ya se puede desprender de este texto. Pero este desencanto se escucha y se discute en las sobremesas, en las cafés, en las calles, en los mercados. No hay visos de una luz. Hoy el pesimismo recorre por todas las venas del país y los bolivianos estamos obsesionados con nuestras permanentes derrotas, ya no sólo en algunos escenarios o en los “de siempre”, sino prácticamente en todos los ámbitos.

Estamos desencantados. La magia se esfumó. Todo lo que se intenta hacer, parecería que irremediablemente saldrá mal.  Ya no es la luz al final del túnel lo que uno esperara, sino más bien, es el tren del desengaño que se aproxima raudo para pasar por encima de todo y de todos.

¿Estamos así de mal? ¿Hemos perdido toda esperanza? ¿Ya estamos con metástasis?

Todos los días leemos crónicas y reportajes de catástrofes – y no sólo estoy hablando de la absoluta negligencia de las autoridades y gobernadores potosinos y paceños de no haber previsto una escasez de agua en nuestras regiones altiplánicas -, de ladronzuelos en el poder, de alcaldes disfrazados de payasos grotescos. Ya no nos mueve ni un músculo de nuestras caras cuando nos enteramos de que todos se dedicaron a melear, a armar borracheras en los despachos oficiales o en oficinas públicas. No nos mueve un milímetro la burda politiquería. Ya no nos importa que estemos rodeados en la política de personajes demasiado pequeñitos para este país tan majestuoso.

¿Quién en su sano juicio le creería a un político? ¿Quién en su sentido común, defendería a un sindicalista, gremialista o cooperativista minero? ¿Quién, en un momento de arrebato sería capaz de defender a un ministrillo de turno? ¿O a cualquier autoridad de menor rango? De la policía, militares y de la fuerza antinarcóticos, ni siquiera vale la pena mencionarlos. Su podredumbre es obscena.

En Bolivia tenemos una obcecada y peligrosísima ceguera por ordenar las cosas de manera superficial y coyunturalmente en lugar de buscar su transformación profunda para el bien de todos. No, mejor es “vender” un mamarracho como es el Estado Plurinacional y ahondar diferencias regionales, étnicas y una sarta de imbecilidades. Desde relojes al revés, hasta la invención de nuevas castas sociales como los interculturales. No buscamos de manera denodada un orden genuino y que sea respetado por todos. Parecería una tremenda estupidez hacerlo.

Por eso se vienen como avalanchas las actitudes fatalistas. Las resignaciones. Las broncas y los odios apretados entre dientes. Estamos hasta el copete de traiciones apiladas, de héroes acribillados – si es que acaso necesitamos de unos pinches héroes, ya que a la postre sólo son un estorbo -, con pies de barro.

Ya no aspiramos, siquiera, a un orden y respeto a las mínimas normas de convivencia. Ni siquiera a pedir un exiguo nivel de seguridad en las calles. Ni hablar de demandar que parchen las calles y levanten la basura de plazas y mercados pestilentes. Menos aún aspirar a solicitar respeto por pensar diferente o por ser solamente trabajadores independientes que no forman parte de ninguna mafia cocalera, gremial, transportista o política. Sólo simples ciudadanos y, además, bolivianos. No, ya ni siquiera eso.

Ya no caminamos en dirección lineal, hacia un escenario más o menos prospero o con un futuro económico y de bienestar social mediano. Bolivia vive en su enfermizo tire y afloje y sólo cojea un poco hacia adelante, pero luego retrocede y retrocede. Ya el bastón está por los aires; nos hemos resbalado y con los ojos abiertos por el pánico de la caída inevitable, nos resignamos a una dura caída de espaldas.

Hemos pasado del despotismo al desorden. Cada vez somos un país menos gobernable; hemos pasado de la torpeza a la presidencia incompetente. Hemos pasado a ser el país de la fracasomanía.

Texto: Javier Medrano

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Programa radial que se emite de lunes a viernes de 17:00 a 19:00 a través de Marítima 100.9

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