En los últimos meses, por diversas circunstancias personales y familiares, he estado habitando en espacios que el antropólogo francés, Marc Augé, define como “no-lugares”. Este neologismo aparece en 1992, en su libro: “Los no lugares, espacios del anonimato: una antropología de la sobremodernidad”. Un no-lugar es un espacio intercambiable donde el ser humano permanece anónimo: aeropuertos, clínicas, hospitales, autopistas, hoteles, medios de transporte, supermercados, centros comerciales, salones de espera o descanso, etcétera.
La percepción de estas áreas como no-lugares es, sin embargo, subjetiva: cada persona puede ver un sitio dado como un no-lugar o como una encrucijada de relaciones humanas. En los no-lugares de la supermodernidad estamos en tránsito, pasamos por ahí como clientes, pasajeros, usuarios o pacientes. Son espacios en los que no vivimos, no nos apropiamos, estamos de manera temporal, fugaz y no hay lugar para la historia o la pertenencia. Los habitamos de manera anónima y solitaria, a pesar de estar rodeados de multitudes.
El neologismo se opone a la noción de “lugar antropológico”, que es aquel que ofrece al individuo un espacio que incorpora su identidad, un lugar donde se puede encontrar con otras personas con las que se comparten referencias sociales comunes. Según el enfoque de la modernidad, en este espacio tradicional de encuentro —caracterizado por ser identificable, relacional e histórico—, se integra lo antiguo y lo moderno: la escuela, el barrio, el templo, una cancha deportiva, un aula, etcétera.
El cine de autor, que muchas veces sabe reflejar lo que pasa desapercibido para el común de los mortales, ha llevado a la gran pantalla historias sobre los no-lugares. Inspirados en un político iraní indocumentado, que terminó viviendo desde 1998 hasta el 2006 en la Terminal 2F del aeropuerto Charles de Gaulle, durante una escala en París, aparecieron dos películas: la francesa, “Tombés du ciel” (1994), del director Philippe Lioret, protagonizada por Jean Rochefort; y, “La Terminal” (2004), cinta del estadounidense, Steven Spielberg, en la que el siempre afable, Tom Hanks, es el protagonista de un drama romántico, con chispazos de gracia y buen humor. En ambos casos, estos dos hombres vivieron en un no-lugar, ajenos a una identidad propia y atrapados en un escenario de tránsito, vacuo, impersonal, una antesala de todos esos destinos en los que, aunque no hayamos estado nunca, forman parte del imaginario colectivo.
En estos espacios sin alma (los no-lugares), con una manilla de plástico con mi nombre impreso, un pase a bordo de avión en la mano, un pasaporte sellado o un pasaje de tren, comencé a apuntar en mi libreta de siempre: frases escuchadas al azar, relámpagos del lenguaje oral que habitan estos sitios; ideas que podían ser gérmenes de futuros artículos, cuentos o crónicas; pensamientos que, a pesar del ruido del entorno y la gestión acelerada del tiempo, pueblan el tranquilo e inmóvil silencio interior. Y finalmente, no puedo negar que, en los no-lugares, se piensa también en la inmortalidad del cangrejo.
En ese tiempo —suspendido y detenido—, surgen, además, temas más mundanos y de coyuntura. Aquellos que por urgentes, sobresalen de los importantes: la tragedia ecológica que nos agobia y que nos tiene asfixiados; la economía del país al borde del descalabro, en el fin del ciclo del fracasado experimento masista (Modelo Económico Social Comunitario Productivo) que desaprovechó una década de altos ingresos, creó casi un centenar de empresas públicas ineficientes y deficitarias, desestimó la meritocracia y destruyó la poca institucionalidad existente; un Estado que no garantiza la seguridad jurídica y la independencia de poderes; la fragilidad y pobreza de nuestros sistemas de salud y educación públicos; la ausencia de alternativas reales de poder en la oposición; entre otros tantos temas que, de tan numerosos y apremiantes, se pierden en la humareda gris de un país que se consume en el fuego y ve, impasible, calcinar su futuro.