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Home»Opinión»200 años: entre el milagro y fracaso
Opinión

200 años: entre el milagro y fracaso

Miguel Angel Amonzabel Gonzales
Asuntos CentralesBy Asuntos Centrales2 agosto, 2025No hay comentarios5 Mins Read
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En estos días, en cada ciudad y pueblo de Bolivia, ondean banderas, marchan niños uniformados y se recitan himnos. El país entero se alinea simbólicamente para conmemorar su bicentenario. Doscientos años de existencia. ¿Es suficiente para celebrar? ¿O hay también algo que lamentar?

Bolivia llega a este 6 de agosto con más incertidumbres que certezas. Económicamente exhausta, moralmente desorientada, educativamente rezagada e institucionalmente debilitada. Mientras flamean las wiphalas junto a las tricolores, se acerca una elección presidencial —el 17 de agosto— que puede marcar el fin de un modelo agotado o el inicio de otro, igualmente incierto.

Bolivia nació sin un mandato claro, sin una génesis épica ni una vocación definida. Fue una creación forzada por la distancia entre Lima y Buenos Aires, por la fragmentación colonial y por la necesidad de un centro político propio para el Alto Perú. Nació desde la incomodidad de pertenecer sin querer del todo, desde una grieta geográfica y un deseo de distinción. Fue el resultado de lo que sobraba: una patria sin libreto, con un erario nacional casi inexistente y una élite ocupada en administrar privilegios en lugar de diseñar un país.

Entre la independencia y el primer centenario, la historia fue más de espera que de conquista. El primer banco apareció medio siglo después. La Guerra del Pacífico nos dejó sin mar, pero con una nueva conciencia nacional. Derrotados, sí. Pero ya no dispersos. Esa guerra, irónicamente, nos unió.

La transición del siglo XIX al XX trajo un desplazamiento del poder. La decadencia de la plata en Potosí y el ascenso del estaño en La Paz trasladaron la sede de gobierno de Sucre a La Paz. Fue más que una mudanza institucional: fue un cambio de eje simbólico. El sur quedó relegado. El norte comenzó a definir el destino del país.

Rolando Morales Anaya llamó al siglo XIX “el siglo perdido”. No por nostalgia, sino por lucidez: fue un siglo de monedas inestables, instituciones frágiles, corrupción endémica y guerras inútiles. Como advirtió Paz Estenssoro en 1945, Bolivia nunca generó pensamiento económico original. Fue —y es aún— un país más atento a los vientos ideológicos del mundo que a su propio termómetro social.

En 1925, el centenario encontró una Bolivia rural, primaria, dividida en ejes verticales: minería arriba, alimentos abajo. La Paz, Oruro y Potosí exportaban metales; Cochabamba, Chuquisaca y Tarija sostenían la subsistencia. Las ciudades eran pequeñas. Las celebraciones fueron tensas. Sucre aún lloraba su capitalidad perdida. Cochabamba marchaba por protesta, no por festejo.

El ciclo entre 1925 y 1975 fue el más dramático. La Guerra del Chaco nos enfrentó a Paraguay por un territorio árido. Fue otro fracaso militar, pero con consecuencias profundas: la Revolución de 1952, la reforma agraria, el voto universal, la nacionalización de las minas. Se transformó la estructura social. Apareció una nueva clase urbana. Se masificó la educación, aunque no su calidad. Se desató un proceso migratorio irreversible: del campo a la ciudad, del altiplano al oriente.

El Plan Bohan diversificó la economía y abrió el oriente boliviano. El eje económico dejó de ser vertical para volverse horizontal: La Paz, Cochabamba y Santa Cruz. Esta última pasó de ser la cenicienta agrícola a convertirse en el motor económico. Con inversión privada, agroindustria y crecimiento demográfico llegaron también incendios forestales, concentración de tierras y tensiones regionales.

Desde 1976 hasta hoy, Bolivia se urbanizó, pero no se modernizó del todo. Las ciudades crecieron sin planificar. El empleo se volvió informal. El Estado, cada vez más grande y menos eficiente. Con la llegada del MAS al poder en 2006, se amplificaron los roles estatales: se nacionalizaron empresas, se repartieron bonos, se multiplicaron funcionarios. El auge del gas permitió sostener el experimento. Pero el ciclo terminó. Las reservas se fueron. El dólar escasea. La inflación se disimula. La economía se volvió una ilusión subsidiada.

Hoy, el país vive con un tipo de cambio ficticio, con una deuda creciente, y con una estructura productiva dependiente de recursos no renovables. No hubo transición energética ni innovación real. Se maquilló el extractivismo. Se subsidió al consumidor, se ahogó al empresario.

A eso se suma la cultura política: caudillista, personalista, patrimonial. Una clase dirigente que no suelta el poder, que considera al Estado como herencia familiar, que convierte el cargo público en horizonte de vida. Como escribió Alcides Arguedas: “Bolivia es un país que se alimenta de su pasado, pero no lo digiere”.

Y, sin embargo, seguimos aquí.

Doscientos años después, Bolivia sigue existiendo. Es un milagro geográfico, histórico y social. Un país que no debía durar, pero resiste. Que perdió guerras, territorios, mares… pero mantuvo soberanía sobre un territorio inmenso. Un país de culturas milenarias y fracturas contemporáneas. Un país que, a pesar de sí mismo, no se rinde.

¿Qué viene ahora? Probablemente, un nuevo péndulo. Como en 1985, como en 2006. Todo indica que el país girará hacia medidas liberales, hacia una reducción del Estado, hacia una economía más de mercado. ¿Será diferente esta vez? No lo sabemos. Pero ningún modelo sirve si no hay instituciones fuertes, si la justicia sigue colonizada por la política, si la educación no cambia.

Los bicentenarios deben invitar a una reflexión crítica sobre nuestra historia, no solo a repetir símbolos vacíos. Es momento de preguntarnos si hemos cambiado realmente y si queremos construir un país diferente. Que viva Bolivia, sí, pero una Bolivia más justa, seria y libre, que deje atrás las sombras de su pasado y empiece a parecerse, por fin, a su promesa.

Miguel Angel Amonzabel Gonzales
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