La navidad de 2013, el año en el que la “Chéjov canadiense”, Alice Munro, ganó el premio nobel de literatura, Papá Noel me trajo tres libros de cuentos de la “maestra de la historia corta contemporánea”, según rezaba el dictamen del comité de la Academia Sueca. Hoy, sabiendo los pormenores y las miserias de esta mujer que, encubrió al marido y no supo proteger a su hija de los abusos del padrastro, quizás, ni hubiese hecho el intento de leerla. Pero, aquella vez, me zambullí en sus cuentos y casi me ahogo porque las ediciones de mis libros tenían una traducción ilegible.
Ya había tenido la experiencia de encontrar rispideces e incoherencias en textos de libros traducidos que, podían estar gramaticalmente bien escritos, pero no “sonaban” bien en castellano. Desde esa vez, antes de meterme en un libro traducido, busco siempre referencias y antecedentes del traductor, y si es en inglés —un idioma que más o menos mascullo—, y realmente quiero disfrutar de la riqueza del lenguaje, además de la historia, me aventuro a leerlo en el idioma original.
Se dice que la traducción literaria es, en su esencia, una dualidad fascinante. Por un lado, es una “ciencia” que exige un profundo conocimiento de las estructuras lingüísticas y gramaticales. El traductor debe ser un experto lingüista que conozca los matices de cada palabra para capturar la esencia del texto original. Pero, al mismo tiempo, la traducción literaria es un “arte” que requiere creatividad y sensibilidad para transmitir la emoción y lo intangible de cada obra. En una ocasión, José Saramago afirmó: “los escritores hacen la literatura nacional y los traductores la literatura universal”.
La magia de la traducción, que, claramente no tenían las ediciones que me trajo el viejito pascuero, radica en la capacidad de preservar la voz del autor original. Cada escritor tiene un estilo distintivo, un ritmo peculiar y una forma única de jugar con las palabras. Mantener esta voz en la traducción es un arte que implica comprender no solo el contenido de las palabras, sino la intención del autor, asegurándose de que su esencia artística y estilística suenen con autenticidad en el nuevo idioma.
Ahora mismo, estoy leyendo un libro de Paul Auster donde el autor explora la ambigüedad de los conceptos en inglés y hace uso de juegos de palabras como herramientas literarias, lo que es imposible de traducir. Auster, juguetea con la musicalidad de algunos términos en el inglés neoyorquino que, simplemente, no tienen equivalentes directos en otros idiomas. Traducir a estos autores requiere una gran dosis de creatividad, además de un profundo conocimiento de la cultura involucrada en la historia que el autor está contando. Las referencias culturales, los contextos históricos y las costumbres locales tejen la trama de muchas obras, más allá de los aspectos técnicos o gramaticales.
Leí por ahí que Sigmund Freud aprendió castellano para leer Don Quijote de la Mancha. El políglota, Jorge Luís Borges, ingenioso y certero en sus apreciaciones, decía que la fidelidad en la traducción es puro espejismo: “…traducir el espíritu es una intención tan enorme y fantasmal, que bien puede quedar como inofensiva. Traducir la letra, una precisión tan extravagante, que no hay riesgo de que la ensayen”.
Hace algunos días, los suecos le han otorgado el Premio Nobel de Literatura a la escritora surcoreana Han Kang. La editorial argentina, Bajo la Luna, tradujo el libro más emblemático de la premiada —La vegetariana—, cuatro años antes que editoriales estadounidenses y directamente del idioma original, gracias a Sun-me Yoon, una coreana que emigró a Argentina cuando tenía cinco años y se ha convertido en la traductora al castellano de la flamante nobel.
No estoy tan seguro si los reyes magos se animarán a traer un libro de una protagonista vegetariana para un insaciable carnívoro, de lo que estoy seguro es de lo mucho que pierde el texto original cuando se traduce a otra lengua. Y si se trata de idiomas periféricos se corre el riesgo que la traducción que uno lea sea producto de la versión de un idioma intermedio o gracias al uso de la inteligencia artificial, que será muy inteligente para no cometer errores gramaticales, pero jamás podrá traducir, por ejemplo, la expresión japonesa “tsundoku”, que es dejar un libro sin leer después de haberlo comprado, apilado junto a otros libros no leídos, como los libros de la Munro.