Todo se montó hace más de 17 años. Quizás un poco más atrás. Montaron una mega carpa. Clavaron la desidia y la infamia y jalaron de las cuerdas del odio y la rencilla para tensar las sogas e inflar sus paredes de lona con aires envenenados. Luego, abrieron sus funciones con nuevas reglas pensadas sólo para ellos y no para el beneficio del público.
Estaban orgullosos. Hincharon sus pechos, publicaron su cartelera y la función comenzó. Nadie se había atrevido a tanto. Prendieron foquitos de colores, para confundir, barrieron la tierra que les incomodaba, aliñaron sus tablones con clavos salidos por doquier y, luego, con orgullo – con cinta azul, negra y blanca de por medio – cortaron el listó para la inauguraron la boletería del circo Hermanos Masistas: Pase y vea como se jode un país. Un espectáculo único, plagado de diversión con una atmósfera inolvidable. Los arlequines salieron en tropel a vender y cautivar a medio mundo sus entradas libres para todo público. ¡Es la carpa milagrosa!, gritaron enloquecidos. Y uno a uno, los espectadores ingresaron a sus fauces.
Habían montado la omertá masista más peligrosa y considerada, ahora por el público, como el mayor fiasco de la historia política y económica a cargo de una agrupación política mafiosa, que estafó - sin rubor alguno -, a todos quienes creyeron que en su interior ganarían premios, gracias a la suerte sin blanca que vociferaron como una tronadera.
Se inventaron nombres rocambolescos para renombrar a Bolivia, crearon clases sociales y los llamaron interculturales; desestabilizaron todo el aparato productivo y energético del país en nombre de un postureo político; rasparon hasta la olla para su beneficios personales; robaron a manos llenas, desacreditaron, judicializaron, encarcelaron y se llenaron la boca de inclusión social, cuando fueron - y siguen siendo - los principales racistas y discriminadores del país.
El MAS había armado una función digna de una de las mejores ofertas circenses del mundo. Bajo su carpa actúan enanos que no están a la altura para la resolución de la crisis económica, política y de seguridad del país; tienen unos escupe fuegos que sólo atizan mucho más el descalabro social y la crispación entre sectores sociales y políticos; ponen en escena, con retumbe de platillos y luces de cañón, a funámbulos que esquivan demandas de soluciones para problemas integrales, lanzando peroratas huecas, casi al filo de la caída libre, mientras el público levanta la vista y observa la delgadísima cuerda por la que se balancea el circense mayor y con un grito ahogado de terror los asistentes se sujetan de sus destartaladas butacas. La caída es inevitable. De pronto, suenan los trombones oxidados y abren las cortinas desarrapadas y descoloridas para mostrar jaulas donde leones y tigres ya tienen entre sus fauces las cabezas de los operadores del circo quienes, desesperados y ya entregados a su suerte, miran con ojos desorbitados al público en busca de un milagro para que las fauces felinas no terminen de crujir sus cabezas para espanto de toda la audiencia.
Es ahí cuando irrumpen una caterva de payasos, que con caras de tristeza y pánico salen en monociclos gritando y acusando de sus males a todos los presentes. En sus narices no tienen pequeñas bombas rojas coquetas; sino más bien, artificios negros alargados y puntiagudos. Son picos de cuervo en busca de ojos. Y mientras trajinan alrededor de la pista botando serpentina y purpurina, lanzan pequeñas bolas de fuego para marear - en vano - con sus bufonadas a la audiencia para que ésta no caiga en cuenta que el toldo de la carpa está crujiendo y que muy pronto todo se vendrá abajo.
De pronto, cuando parece que la función ya está por terminar, ingresan al círculo unos paquidermos escuálidos y piojosos con un millar de duendes en sus lomos tirando pelotas al aire, aros y palitroques. !Vengan y miren! Son los elefantes oficiales del circo, pero para indignación del público apenas dan un paso tembloroso. Otros ya ni siquiera se sostienen. Y por más que son empujados por todos sus cómpinches, los gigantes no se mueven. Ya sólo quieren morir. Están al borde de la inanición y sus patas se asemejan más a la de unas gacelas que a las de un mamífero. Se tambalean de un lado a otro mientras el público exclama: ¡Oooohhh! Y más de uno, ahora despabilado, corre a resguardarse del estropicio violento de la pronta caída de los animalotes.
Nadie puede quejarse. Las entradas fueron gratuitas. Nadie pagó para llegar a dirigir la carpa. Por lo que nadie quiere hacerse cargo del montaje circense. Y por más que restriegan sus rostros para borrarse la pintura azul, blanca y negra, sólo se embadurnan más de espanto y terror. Se miran frente al espejo roto y ven rostros que están predestinados a ser llamados para estar presentes de cuerpo entero en la última de las escenas de la función. Corren despavoridos para no ser atados a la rueda giratoria de madera con círculos despintados, pero con un enorme punto negro al centro, donde ellos, sujetados al medio, deben enfrentar al pistolero ciego, que carga el arma sin compasión.
Y, de pronto, las paredes de lona se inflan y un sonido sordo resuena en toda la carpa: ¡Boom! La carpa se desmoronó.
Ahora todo un país, sin excepciones, está sumido en una de sus crisis más graves de toda su historia económica, política y social: El masismo alimentó a la peor de todas las bestias en su circo y ahora ha sido devorado por ese leviatán de tres cabezas: la corrupción, la violencia y el narcotráfico.
Es el reconocido trilema de Lessing (analista económico estadounidense) que plantea que si alguna vez el elector escucha a un político prometer que luchará contra esas tres pestes, al mismo tiempo, lo más probable es que esté mintiendo y haya caído en una demagogia barata, al igual que el masismo: Montar un circo.
Javier Medrano - Periodista