Decía Umberto Eco que “el drama de la modernidad es que nos hemos acostumbrado a la simplificación de la complejidad”. Bolivia lo vivió anoche: tras veinte años de oscurantismo masista, volvió un debate presidencial, y con él, aunque con grandes carencias, regresó el ejercicio democrático de confrontar ideas frente a la ciudadanía.
Pero no todos entendieron el momento histórico. Andrónico Rodríguez no fue a ganar votos, fue a reafirmar su liderazgo ante el Chapare. Habla para los suyos, como si ya hubiera aceptado que no puede aspirar a más. Evo Morales lo escogió como su segundo por una sola razón: para asegurarse de que jamás tuviera al lado alguien que le hiciera sombra.
El discurso de Andrónico fue la prueba viviente de lo que Eco advertía: el estudio académico no siempre conduce a la lucidez política; a veces, solo sofistica la repetición vacía. Sus palabras fueron el mismo relato contra la “derecha neoliberal”, eficaz hace veinte años, pero hoy incapaz de dar respuestas a un país sumido en la crisis económica y moral más profunda de su historia reciente. Una crisis con nombres propios: Evo Morales, Álvaro García Linera y Luis Arce, quienes impusieron deliberadamente un modelo que dejó de lado el conocimiento, el contraste de ideas y el debate plural, únicamente para satisfacer su ambición de riqueza mal habida. Así consolidaron una inversión de valores donde la corrupción, el enriquecimiento ilícito, la mediocridad y el narcotráfico se convirtieron en modelos aspiracionales.
En contraste, Rodrigo Paz sorprendió: sereno, firme, sin promesas estridentes, dejó el pelotón del fondo y se sumó a los que disputan en serio. Samuel Doria Medina, por su parte, demostró por qué sigue siendo una figura gravitante en el panorama político. No solo transmitió preocupación genuina por el país, sino que expuso un discurso pragmático centrado en la recuperación económica, proyectándose como uno de los pocos con un plan viable de reconstrucción nacional. Tuto Quiroga, si bien solvente, aún no alcanza la estatura de un estadista.
Como bien recordaba Ludwig von Mises: “la política no puede limitarse a administrar el presente; debe crear las condiciones para la libertad futura”. Eso fue exactamente lo que faltó en quienes se refugiaron en consignas, y lo que se intuyó, aunque de manera incompleta, en quienes ofrecieron propuestas con visión de país.
El espejo del pasado
El contraste es inevitable: Bolivia alguna vez tuvo debates que marcaron la historia. Basta recordar el debate presidencial de abril de 1989, en el auditorio del Banco Central, entre Gonzalo Sánchez de Lozada, Hugo Banzer y Jaime Paz Zamora, moderado por un joven Carlos Mesa. Los cronistas lo describen como “el más interesante de nuestra etapa democrática”. Allí, cuando Banzer admitió que su campaña costó “un millón de dólares”, Goni respondió: “General, quisiera que me asesore cómo hace para gastar solo un millón, porque a mí me están estafando”. Ese nivel de confrontación, cargado de datos y franqueza, es el que hoy seguimos echando de menos.
Perdedores claros: Andrónico Rodríguez, Manfred Reyes Villa y Eduardo del Castillo.
Simples participantes: Jhony Fernández y Pavel Aracena.
Y queda una reflexión amarga: ¡cómo se extrañan los grandes oradores y políticos ilustrados —Marcelo Quiroga Santa Cruz, Víctor Paz Estenssoro, Jaime Paz Zamora, Hernán Siles Zuazo e incluso el general Hugo Banzer—, quienes sabían que la política no puede reducirse a slogans, sino que exige cultura, visión y capacidad de construir Estado.
El debate nos deja una certeza: la democracia boliviana no está muerta. Pero aún espera actores a la altura de los desafíos históricos que enfrentamos.