A 14 días de los comicios generales del 17 de agosto, una advertencia lanzada por organizaciones sociales afines al expresidente Evo Morales ha encendido las alarmas institucionales y sociales: si Morales no es habilitado como candidato, “no habrá elecciones”. Esta amenaza, acompañada de la prohibición de actividades proselitistas en algunas provincias, fue registrada y analizada por Ipsos CIESMORI en su último Monitor de Opinión Pública, un informe especial para Voto Informado, que mide el pulso ciudadano ante la tensión electoral creciente.
Tres de cada cuatro bolivianos (75%) se oponen a la postura de los movimientos sociales que buscan condicionar el proceso electoral a la habilitación de Evo Morales. Esta reacción es transversal en el país, con picos especialmente altos en Santa Cruz (82%) y Cochabamba (80%), departamentos que históricamente han sido escenarios de resistencia a las imposiciones centralistas.
El rechazo no solo es geográfico, también es generacional. Los Baby Boomers son quienes muestran la mayor oposición (88%), seguidos por los Millennials (73%) y los Centennials (64%). Solo entre la Generación X se observa un 29% sin una opinión formada, aunque también allí predomina el rechazo claro (69%).
Que el gobierno garantice las elecciones
Frente a este escenario de presión social, ¿qué esperan los bolivianos del Gobierno de Luis Arce? El informe de Ipsos CIESMORI revela una demanda concreta y se refleja en números. Seis de cada diez ciudadanos consultados (63%) exigen que se garantice el cumplimiento del calendario electoral, incluso si ello implica el uso de las fuerzas del orden. Es decir, hay un mandato social mayoritario que llama al Ejecutivo a proteger las elecciones como principio democrático, más allá de la neutralidad política o la pasividad institucional.
Solo un 10% apuesta por abrir un diálogo con los sectores movilizados, y un 9% prefiere reforzar la seguridad en las zonas donde se han prohibido las campañas. Apenas un 5% cree que el gobierno no debe intervenir, confiando el desenlace al Tribunal Supremo Electoral (TSE) y a los actores sociales involucrados. El resto (13%) aún no tiene una opinión definida.
Este hallazgo plantea un dilema político: ¿puede el Estado permanecer al margen cuando el sistema democrático está bajo amenaza directa? Para la mayoría de los bolivianos, la respuesta es no. La institucionalidad debe actuar.
Tribunal Supremo Electoral: el eslabón más débil
Pese a la presión por elecciones limpias y la expectativa de un rol activo del gobierno, el informe revela una preocupante fragilidad institucional: el 68% de los encuestados expresa poca o ninguna confianza en el TSE para garantizar unos comicios transparentes y pacíficos ante las amenazas sociales (casi 7 de cada 10).
Este dato revela un quiebre profundo en la percepción ciudadana sobre el árbitro electoral, que debería ser la institución ‘garantía’ del proceso democrático. La desconfianza es especialmente elevada en Santa Cruz (77%), pero también es significativa en Cochabamba (65%), El Alto (61%) y La Paz (61%). Es decir, el descreimiento no se limita a un solo eje político o regional.
Desde el punto de vista generacional, el sector más escéptico es la Generación X, con un 79% de desconfianza. Por contraste, los Centennials —jóvenes entre 18 y 24 años— son quienes muestran más fe en el TSE (33% confía), aunque aún de forma minoritaria.
Este debilitamiento en la credibilidad del Tribunal ocurre en un contexto de alta polarización, donde cualquier error u omisión podría ser interpretado como evidencia de parcialidad o inoperancia. La legitimidad de las elecciones, por tanto, no solo se juega en la calle o en las urnas, sino también en la percepción sobre la idoneidad del árbitro.
Una democracia bajo asedio
El informe de Ipsos CIESMORI —basado en 400 entrevistas realizadas entre el 11 y el 21 de julio en las principales ciudades del eje troncal— no deja dudas: la ciudadanía rechaza los intentos de chantaje político, exige elecciones garantizadas y desconfía del órgano que debería dirigirlas. La advertencia lanzada por sectores afines al “evismo” no es menor: pone en tela de juicio no solo la estabilidad del calendario electoral, sino la vigencia misma de las reglas democráticas. El hecho de que grupos organizados puedan bloquear procesos institucionales en nombre de una figura política representa una regresión peligrosa. El repudio del 75% de los bolivianos indica que el país no está dispuesto a retroceder sin resistencias.
En paralelo, el llamado a que el Gobierno actúe, incluso con medidas coercitivas si es necesario, marca un punto de inflexión. No se trata de una demanda autoritaria, sino de una exigencia de autoridad. En otras palabras, la ciudadanía no quiere violencia, pero tampoco permisividad.
Sin embargo, el gran signo de interrogación lo encarna el Tribunal Supremo Electoral. Su imagen deteriorada, producto de errores pasados y percepciones de cercanía al poder político, le resta el capital simbólico necesario para liderar un proceso electoral limpio. La tarea del TSE, por tanto, no es solo técnica, sino profundamente ética y comunicacional.
Una conclusión que interpela
Bolivia se encuentra en una encrucijada. La tensión entre democracia y presión corporativa no es nueva, pero hoy adquiere ribetes especialmente graves por la proximidad de los comicios y el descrédito institucional. El mensaje ciudadano es claro: las elecciones deben realizarse, sin chantajes ni condiciones. El gobierno debe garantizarlo. Y el TSE debe recuperar la confianza perdida. De no hacerlo, el país corre el riesgo de que el 17 de agosto no sea una jornada de celebración democrática, sino el punto de partida de una nueva crisis.

