El 17 de agosto de 2025 marcó un punto de inflexión en la historia política de Bolivia. No fue una elección más ni un relevo rutinario del poder, sino la confirmación del colapso de una hegemonía que gobernó el país durante casi dos décadas. El Movimiento al Socialismo, que alguna vez alcanzó el 55% de los votos, obtuvo apenas el 3,17%, una cifra que no solo simboliza una derrota electoral, sino el ocaso de un ciclo político, económico y social que definió al país desde 2006.
La magnitud del derrumbe es difícil de exagerar. Donde antes el MAS controlaba el aparato estatal, las organizaciones sociales y la narrativa nacional, hoy apenas sobrevive, dividido y sin horizonte. Ni siquiera el llamado al voto nulo de Evo Morales, que logró captar un 12%, sobre todo en Cochabamba, Oruro, Potosí y La Paz, logró ocultar la magnitud del desplome. Su heredero político, Andrónico Rodríguez, apenas consiguió un 8,51% con la Alianza Popular. Lo que alguna vez fue un bloque social monolítico se fragmentó en resentimientos y liderazgos dispersos.
Este resultado no es un hecho aislado. Desde 1825, Bolivia ha transitado por ciclos de poder que siguen un patrón recurrente: ascenso, consolidación, agotamiento y reemplazo. El siglo XIX estuvo dominado por caudillos militares y oligarquías mineras de la plata; el XX, por los barones del estaño, la Revolución Nacional de 1952 y el posterior desgaste de sus reformas; luego llegó el ciclo neoliberal entre 1985 y 2005, que estabilizó la economía al precio de profundizar la exclusión social. Cada ciclo terminó cediendo ante sus propias contradicciones.
El MAS no fue la excepción. Llegó al poder en 2006 prometiendo una Revolución Democrática y Cultural que refundaría Bolivia en torno a los sectores históricamente excluidos: indígenas, campesinos y clases populares. Durante la primera década, la bonanza gasífera permitió reducir la pobreza del 60% al 37%, duplicar el PIB y generar estabilidad económica inédita. Por un momento, pareció hallarse una fórmula de crecimiento con inclusión.
Sin embargo, como en ciclos anteriores, el modelo masista reprodujo los vicios que juró erradicar. La nacionalización de los hidrocarburos creó dependencia de una sola fuente de renta; el Estado, en lugar de diversificar, se convirtió en un mecanismo de redistribución clientelar. Entre 2006 y 2024 se crearon 255 empresas públicas, muchas deficitarias; solo en los últimos cinco años consumieron 29.000 millones de bolivianos sin resultados sostenibles. Cuando cayeron los precios internacionales y se agotaron las reservas de gas, el modelo mostró su fragilidad.
El colapso económico se agravó con un evidente desgaste político. En septiembre, la inflación alcanzó el 18,33%, el dólar paralelo se cotizó un 83% más alto que el oficial y el salario mínimo perdió la mitad de su valor real. Políticamente, el MAS dejó de ser un instrumento de los movimientos sociales para convertirse en una estructura burocrática y autorreferencial, marcada por conflictos internos. La disputa entre Evo Morales y Luis Arce no fue solo una lucha por el liderazgo, sino la manifestación de una fractura profunda: la desconexión con las bases populares.
Los resultados de 2025 certifican el agotamiento de un proyecto histórico que dominó la política boliviana por casi dos décadas. La primera vuelta electoral reveló un paisaje fragmentado: la fórmula Rodrigo Paz Pereira y Edman Lara se alzó con el 32.06% de los votos, frente al 26.70% de Jorge “Tuto” Quiroga. Sin embargo, las encuestas para la segunda vuelta muestran un giro significativo, colocando a Quiroga al frente. El vuelco electoral revela la pugna entre dos Bolivias económicas: por un lado, la élite financiera y agroindustrial del oriente. Por el otro, una coalición heterogénea que incluye PyMEs, comercio informal, cooperativistas mineros, nuevos empresarios evangélicos y capitales regionales emergentes.
Más allá de las etiquetas, la historia sugiere que Bolivia podría estar ante otro ciclo de sustitución de élites más que de transformación estructural. Desde los caudillos del siglo XIX hasta los tecnócratas del XXI, el Estado ha sido la fuente central de poder y riqueza. Las élites, ya sean oligárquicas, nacionalistas o populares, han gobernado bajo la misma lógica: capturar la renta estatal para mantener su legitimidad. Cada proyecto prometió romper con el pasado, pero todos terminaron reproduciendo un Estado rentista, dependiente del extractivismo.
Hoy, Bolivia enfrenta un panorama económico y social preocupante. La inflación sigue alta, la moneda se debilita y la inversión privada está retraída. El gasto público ya no sostiene subsidios ni clientelas, el déficit fiscal crece y las reservas internacionales disminuyen, mientras la producción interna permanece estancada. Estos indicadores anticipan el riesgo de una recesión prolongada que limitará el bienestar ciudadano en los próximos años.
Hoy, Bolivia enfrenta un panorama económico y social preocupante. La inflación sigue elevada, la moneda se debilita y la inversión privada está retraída. El gasto público ya no sostiene subsidios ni clientelas, el déficit fiscal crece y las reservas internacionales disminuyen, mientras la producción interna permanece estancada. Estos indicadores anticipan el riesgo de una recesión prolongada que limitará el bienestar ciudadano en los próximos años.
El 17 de agosto de 2025 cerró un capítulo, pero abrió un período incierto que se vislumbra después del 19 de octubre y que podría ser adverso. Bolivia enfrenta la prueba de una nueva élite al poder y el desafío de sobrevivir en un contexto económico delicado, donde los riesgos sociales y fiscales crecen día a día. La lección de la historia sigue vigente: los ciclos se repiten, y la ciudadanía a menudo paga el precio mientras las élites solo cambian de nombre.