El reciente descenso del precio del dólar en Bolivia, que sorprendió al mercado al romper la barrera psicológica de los Bs 10 y después volver a subir a 10,6 , es tan llamativo como engañoso. No porque sea falso, sino porque es un alivio emocional, no un cambio estructural. Es como cuando por fin se calma el bebé, pero no porque resolviste el problema, sino porque se cansó de llorar. La economía boliviana no ha cambiado de rumbo de un día para otro; lo que cambió, al menos por ahora, es el ánimo colectivo.
El país vive una recesión que ha encogido la liquidez de las empresas. Cuando las ventas se frenan y los bolsillos se aprietan, las importaciones bajan, y con ellas la demanda de dólares. A eso se suma el moderado optimismo político tras el cambio de gobierno: cuando la gente cree que las cosas podrían mejorar, reduce la compra de dólares “por si acaso”. Y, claro, reaparece un viejo protagonista de la economía boliviana: el “Colchón Bank”, nuestra institución financiera más estable, eficiente y totalmente fuera de regulación, que funciona en roperos, almohadas y cajas de zapatos. Muchos decidieron liberar los billetes verdes que llevaban escondidos desde tiempos preinflacionarios porque no tiene de otra, ya que bajaron los ingresos por crisis.
Hubo también una mejora ligera de exportaciones y algo más de turismo, lo que aumentó la oferta real de dólares. Pero el fenómeno determinante fue psicológico: el ingreso de dólares “imaginarios”. No llegaron físicamente, pero llegaron en espíritu. Solo mencionar que la CAF promete USD 3.100 millones produjo más calma que si aterrizara un Hércules de la Fuerza Aérea cargado de billetes frescos. En economía, las expectativas tienen ese poder: a veces tranquilizan más que los hechos.
Pero esta pausa en la tensión cambiaria no resuelve nada de fondo. No hay un boom exportador, ni grandes flujos de inversión extranjera, ni un incremento extraordinario de remesas. Por eso, el país necesita algo más profundo que un descanso: necesita un nuevo régimen cambiario que acompañe un proceso serio de estabilización y por supuesto, la entrada de dólares constantes y sonantes.
Ese régimen implica dejar atrás el tipo de cambio fijo como camisa de fuerza y permitir que el dólar fluctúe dentro de una banda razonable. Un sistema donde el Banco Central fija un piso y un techo y el mercado se mueve dentro del rango, mientras la autoridad interviene solo para evitar saltos bruscos. No es soltar la cuerda, ni volver al bolsín, ni improvisar. Es simplemente aceptar que el tipo de cambio debe reflejar la realidad y que el Banco Central debe ser árbitro, no jugador. Así lo prometió el nuevo gobierno en campaña.
Pero nada de esto funciona si no se cumple con tres tareas básicas. Primero, disciplina fiscal: el Estado no puede seguir gastando más de lo que tiene. El déficit fiscal es como ese familiar simpático que siempre llega sin avisar, come de más y encima pide plata prestada. Alguien tiene que poner orden.
Segundo, recuperar reservas internacionales. Hoy están en niveles críticamente bajos; no se puede sostener un régimen de bandas cambiarias sin dólares para intervenir cuando sea necesario. Es como prometer que vas a controlar el tráfico en la autopista sin tener gasolina para la camioneta de la Policía.
Y tercero, quizá lo más importante, recuperar la independencia del Banco Central de Bolivia. Aquí entra el personaje más interesante de la historia: el “tío serio” de la familia económica. Ese tío que, según la Ley 1670, debía dedicarse exclusivamente a mantener la estabilidad de precios, proteger el valor del boliviano y evitar que la inflación se descontrole. Pero durante dos décadas lo convirtieron en cajero automático del Gobierno. “Tío, préstame, es urgente, te pago después… cuando pueda… si puedo…” Y así, el guardián monetario terminó con los bolsillos volteados y la reputación en cuidados intensivos. Es muy auspicio que el gobierno haya nombrado un Presidente del Banco Central y un directorio competente y con experiencia.
Un Banco Central independiente tiene dos misiones: qué hace y cómo lo hace. El “qué” es sencillo: controlar la inflación, anclar expectativas y cuidar el valor de la moneda. Lo demás, financiar déficit, pagar cuentas urgentes o tapar huecos presupuestarios, no le corresponde. Eso se llama política fiscal, una disciplina que suele ser muy creativa para gastar y profundamente tímida para recaudar.
El “cómo” es aún más importante: significa que el Banco Central maneja instrumentos como tasas de interés y operaciones cambiarias sin que un ministro le respire en la nuca… o en el occipucio. Significa tener autoridades con mandatos estables, ajenos al ciclo político, y con la libertad de decir “no” sin miedo a quedar desempleados antes del almuerzo.
El corazón de esta independencia es el artículo 22 de la Ley 1670, que le prohibía prestar al Banco Central. Esa norma era la muralla que evitaba que el déficit se resolviera imprimiendo dinero alegremente. Porque digámoslo con elegancia: cuando un Banco Central financia al Tesoro, no está “apoyando la gestión”; está encendiendo la impresora y esperando que la inflación no se dé cuenta. Y la inflación, como la suegra estricta, siempre se da cuenta.
Por eso insistimos que el Banco Central necesita recuperar esa independencia, rediseñar el régimen cambiario y ordenar sus cuentas públicas. Y aquí aparece un mecanismo clave: la elección del Presidente del Banco Central por dos tercios de la Asamblea. Es una forma elegante de garantizar que su lealtad no sea con un solo jefe político, sino con un consenso amplio. Claro, lograr dos tercios en Bolivia es parecido a pedir que toda la familia se ponga de acuerdo para elegir al guardián de la caja fuerte: unos quieren a un economista serio, otros a su primo político, y siempre aparece el tío que dice “yo conozco a un joven brillante que acaba de volver del FMI con ideas modernas”. Pero si se logra ese consenso, casi siempre el elegido tiene más técnica que padrinos.
¿El resultado ideal? Un Banco Central que no tiemble al decir “no”, que actúe cuando ve acercarse la inflación y que no mire al Ministerio de Economía y Finanzas como si fuera su tutor legal. Un Banco Central que vuelva a ser árbitro, no hincha; guardián, no proveedor; experto, no operador político.
La caída reciente del dólar es un pequeño alivio, pero no es victoria. Bolivia no puede conformarse con respirar: necesita volver a caminar. Y para hacerlo, debe construir un sistema cambiario realista, recuperar la disciplina y devolverle al Banco Central su majestad institucional. Solo así podremos aspirar a un boliviano fuerte, no porque la gente tenga miedo, sino porque la economía finalmente tenga un rumbo claro, sensato y estable.
Un país que logra eso ya no depende del Colchón Bank ni de los dólares resales y psicológicos que llegan de afueran y siempre son insuficientes. Depende de sí mismo. Y ese es, sin duda, el mejor signo de madurez económica.
