Este año empezó como empiezan las tormentas que uno no ve venir: con un soplido leve, casi anodino. Una bronquitis terca, cinco toses mal acomodadas, una imagen de tórax “por si acaso”. Y ahí, en ese “por si acaso” que uno jamás planifica, el destino decidió mostrar su primera carta marcada: un par de nódulos en la tiroides. Nada dolía, nada anunciaba peligro. Mi cuerpo —pícaro, silencioso, tramposo— seguía funcionando como si nada.
Yo cumplía 60 y soplaba velas sin sospechar que la vida, por detrás, ya estaba preparando un libreto más intenso que cualquier novela que yo pudiera escribir.
Marzo fue un remolino. Mientras celebraba mi cumpleaños en Brasil, llegó la confirmación que nadie quiere escuchar: uno de esos nódulos era de alto riesgo. Nivel 5 de 6. Cáncer. El 28 de marzo, la tiroidectomía. Y luego la patología, esa fría escribana que no conoce metáforas, dijo lo que tenía que decir: sí, era cáncer.
Mayo quedó reservado para la yodoterapia. Yo, reservado para la paciencia. La vida, reservada para seguir sorprendiéndome.
Pero aún faltaba la jugada maestra del azar. Durante esa misma cirugía, entre resonancias y revisiones, apareció una sombra en la hipófisis. Otra vez sin síntomas, otra vez ese cuerpo traicioneramente silencioso. Una RM más específica reveló lo que nadie quería encontrar: un macroadenoma comprimiendo la glándula y empujando, con mala idea, el nervio óptico.
Había que operar, sí, pero había que darme tiempo para que el cuerpo procesara el primer embate. Así que pactamos con los médicos un respiro: octubre. El 28 de ese mes, otra fecha que no olvidaré mientras viva, entré al quirófano sabiendo que, ahora sí, se trataba de tocar el centro del centro. La parte más íntima de mi cabeza, y quizá de mi historia.
La cirugía transesfenoidal fue un éxito. Adentro sacaron el tumor, afuera me devolvieron la esperanza de que la hipófisis —esa directora de orquesta caprichosa— pueda recuperar algo de su voz perdida. Yo salí con la sensación de haber pasado por un túnel oscuro del que, al menos, se divisaba una lamparita al fondo.
Pero la vida, que parece que no sabe lo que es un descanso, me tenía otra sorpresa. A las pocas horas del alta, una puerta se volvió a cerrar: sospecha de meningitis postquirúrgica. Y de pronto estaba otra vez instalado en un cuarto de hospital, cableado, monitoreado, picado por agujas, flotando entre temores nuevos y una fe que se fortalecía como podía. Dos semanas más de internación. Antibióticos de amplio espectro. El cuerpo resistiendo, y yo con él.
Hoy, mientras escribo estas líneas, estoy a dos días de terminar ese tratamiento. El segundo laboratorio del líquido cefaleorraquídeo muestra que los antibióticos hicieron su trabajo. Que los enemigos escondidos se están rindiendo. Que puedo, por fin, empezar a creer que el alta definitiva está cerca. Que tal vez —y digo tal vez para no tentar a la suerte— pronto estaré volviendo a Sucupira, a Bolivia, a mi cama, a mis libros, a mis rutinas y a mis seres queridos.
Este año, el año en que cumplí 60, se volvió una montaña rusa emocional que no pedí, pero que tuve que aprender a montar. Un año en el que entré al hospital más veces que al cine. Un año en el que mi cuerpo me recordó, con una crudeza casi poética, que somos vulnerables, frágiles, mortales. Que la vida es un hilo fino, pero luminoso. Y que, aun en la noche más larga, siempre —siempre— hay un punto donde empieza a clarear.
He sentido miedo, cansancio, rabia, incertidumbre. Pero también he sentido un amor inmenso. El cariño que llegó desde lejos, desde cerca, desde voces que no esperaba, desde manos que me sostuvieron cuando no tenía fuerzas ni para sostenerme a mí mismo. Familia, amigos, colegas, lectores, médicos, enfermeros… todos tejieron una red que me devolvió al mundo. A todos —a todos— les debo una gratitud que no sé cómo saldar, pero que intento honrar escribiendo este testimonio.
Si algo me deja este año es humildad. La certeza de que la salud no es un derecho: es un regalo. La convicción de que cada abrazo importa. Que cada mañana es una oportunidad y que cada amanecer —incluso los que llegan después de noches interminables— trae consigo un pequeño milagro.
Estoy vivo. Quiero vivir. Quiero recomenzar. Caminé muy cerca del abismo, y varias veces. Y sin embargo aquí estoy, más consciente que nunca de lo valioso que es el simple hecho de respirar, de abrir los ojos, de decir “gracias”, de imaginar un futuro.
Esta es, quizá, la última crónica de esta bitácora hospitalaria. O tal vez no: la vida me enseñó que los capítulos finales solo existen en los libros. Pero sí es un cierre, un abrazo, un respiro profundo antes de volver a casa. Antes de seguir contando historias que no tengan como escenario un pabellón clínico ni una lámpara quirúrgica.
El año que cumplí 60 fue un año duro. Pero también fue un año revelador, luminoso, transformador. Un año que me enseñó que la vida —con sus golpes, sus sustos, sus amaneceres— sigue siendo un privilegio extraordinario.
Y yo, que tantas veces escribí sobre otros, hoy escribo sobre mí para decir simplemente esto:
Gracias por acompañarme.
Gracias por sostenerme.
Gracias por no soltarme.
Hoy, después de tantos pasillos, tantas madrugadas, tantos sustos y tantas manos que me levantaron, siento que esta larga noche empieza a volverse memoria. No sé si ya es de día, pero sí sé que la oscuridad perdió fuerza.
Lo que viene ahora no es un regreso: es un renacer. Volver a casa, a lo cotidiano, a lo simple, será mi manera de celebrar que sigo aquí. De honrar cada abrazo recibido, cada mensaje, cada silencio que me sostuvo.
No tengo prisa. Solo ganas.
Ganas de recuperar mi vida, de cuidarla mejor, de vivirla más hondo y más despierto.
Ganas de volver a escribir desde la gratitud, desde la fragilidad, desde esa certeza testaruda de que —a pesar de todo— la vida siempre encuentra un modo de iluminar.
Después de tantos días de penumbras, por fin aparece un brillo distinto.
Y yo, con el ánimo renovado, tengo fuerzas para seguir avanzando hacia esa luz.
(São Paulo, Primavera, 2025)
