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Opinión

Aprobar sin mérito: Bolivia regala certificados

Karen RodriguezBy Karen Rodriguez22 noviembre, 2025No hay comentarios5 Mins Read
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En Bolivia se ha normalizado la dificultad para asumir responsabilidades, un problema que erosiona nuestra convivencia. Esta conducta es especialmente evidente en la educación, donde algunos padres presionan a fin de año para que sus hijos aprueben sin cumplir lo mínimo. Lejos de ser casos aislados, estos comportamientos reflejan la inversión de valores que antes sostenían nuestro sistema educativo y constituyen un síntoma preocupante, pues amenazan no solo la formación de los estudiantes, sino también el futuro del país. La incapacidad de asumir responsabilidades se convierte así en un obstáculo estructural que compromete el desarrollo social y educativo.

 

Hace apenas una década, reprobar un curso era un asunto serio dentro de cualquier familia. El estudiante sabía que el error tenía consecuencias reales, y los padres, lejos de buscar culpables externos, acudían al maestro con una mezcla de respeto y responsabilidad. Podían buscar soluciones o compromisos de cambio de actitud, pero jamás se les ocurría exigir la aprobación automática de un hijo que no había cumplido con lo básico. Se entendía que el docente era una autoridad profesional, no un obstáculo a vencer. Ese pacto implícito, basado en esfuerzo, mérito y consecuencia, sostenía la columna vertebral del aprendizaje.

 

Hoy, los maestros enfrentan padres que exigen aprobaciones automáticas mediante amenazas, insultos e incluso violencia. En ciudades como La Paz y Cochabamba, estas presiones se han vuelto sistemáticas, reflejando una inversión de valores: el docente ha dejado de ser un profesional respetado para convertirse en un adversario a “negociar”. Esta dinámica erosiona la meritocracia educativa, pues los estudiantes que comprenden que pueden obtener aprobación por presión familiar pierden el incentivo para esforzarse y aprender. Lo que antes era autoridad pedagógica ahora se ve como un obstáculo a sortear, poniendo en riesgo la calidad educativa y el futuro académico del país.

 

El debilitamiento de la autoridad docente tiene raíces institucionales claras. Bajo el gobierno del MAS, las juntas escolares fueron politizadas, pasando de apoyar la educación a servir como instrumentos de control político. Padres alineados políticamente interfirieron en decisiones académicas, y directores presionados cedieron, privilegiando la estabilidad política sobre la integridad educativa. Así, las decisiones escolares se tomaron más por presión política que por criterios pedagógicos. Esta degradación institucional explica por qué la presión parental para obtener aprobaciones automáticas se ha normalizado, socavando la autonomía docente y la calidad educativa en Bolivia.

 

Los números revelan la magnitud real de la crisis. Las pruebas nacionales del Ministerio de Educación muestran que el 97 por ciento de los estudiantes de secundaria reprobó en matemáticas, química y física, mientras que el 67 por ciento falló en comprensión lectora. Estos no son fracasos individuales sino un colapso sistémico.

 

Frente a estos resultados catastróficos, la respuesta de algunos padres no es exigir reformas educativas profundas sino presionar para que se apruebe a sus hijos de todas formas. Esta contradicción expone una lógica perversa: los mismos que demandan aprobaciones automáticas son indiferentes a por qué el 97 por ciento reprueba. No les interesa mejorar la calidad educativa; les importa obtener un certificado para sus hijos, aunque este no represente conocimiento real.

 

Esta lógica encuentra cómplices en la educación superior. Las universidades han flexibilizado progresivamente sus criterios de admisión, aceptando bachilleres con promedios mínimos o exámenes de ingreso simplificados. Las universidades públicas han reducido sus filtros de ingreso bajo el argumento de “inclusión”, pero el resultado es que estudiantes sin competencias básicas acceden a carreras que requieren formación rigurosa. Un estudiante que reprobó el 97 por ciento de su examen nacional de matemáticas ingresa a ingeniería. Un futuro médico que no domina ciencias básicas se recibe sin las herramientas para ejercer. Esta complicidad de la educación superior no solo perpetúa la mediocridad, sino que la amplifica: genera profesionales deficientemente formados que alimentarán un ciclo de incompetencia.

 

El problema fundamental es que hemos perdido la conexión entre responsabilidad y consecuencias. En una economía globalizada, competitiva y exigente, Bolivia está produciendo profesionales sin competencias reales. Los empresarios reportan que los egresados carecen de habilidades básicas. Los empleadores internacionales no contratan graduados bolivianos porque sus credenciales no garantizan capacidad. Mientras otros países invierten en calidad educativa como motor de desarrollo, Bolivia regala certificados a cambio de paz política. Esta decisión tiene un costo económico cuantificable: la pérdida de oportunidades laborales, la emigración de talento, la perpetuación de la pobreza.

 

La solución exige decisiones políticas difíciles. Primero, restaurar la autoridad del maestro mediante protección legal contra presiones indebidas. Segundo, establecer criterios académicos claros, públicos y no negociables. Tercero, desarticular la politización de las juntas escolares, priorizando criterios pedagógicos sobre lealtades partidarias. Cuarto, evaluar y capacitar periódicamente a los docentes para garantizar calidad. Quinto, mejorar significativamente sus salarios, que actualmente rondan los tres mil bolivianos mensuales cuando el país demanda educadores de excelencia. Sin esta última medida, todas las demás fracasarán.

 

Bolivia enfrenta una elección crucial: puede seguir cediendo a presiones políticas y parentales que normalizan la mediocridad educativa, o recuperar el coraje de defender la calidad académica como un bien no negociable. La primera opción resulta cómoda a corto plazo, pero desastrosa a largo; la segunda es políticamente difícil, pero imprescindible para el futuro. No se trata de pedagogía elegante, sino de supervivencia nacional: un país cuyos graduados no pueden competir globalmente está condenado a la estagnación.

 

Aprobar sin merecerlo no convierte a un niño o adolescente en ganador, sino que lo deja indefenso frente a un mundo que no regala nada. Este debate no es menor ni doméstico: define el país que queremos construir. Por ahora, sin embargo, seguimos sin aprobar.

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