Ante la magnitud del descalabro que nos han dejado los “oceanógrafos gasíferos”, es hora de respaldar vigorosamente la gestión de las máximas autoridades del sector energético. Se trata de profesionales reconocidos por su honestidad y competencia y valientes por haber antepuesto el servicio al país a sus intereses personales.
Se les ha criticado por el retraso en tomar decisiones impostergables, como la eliminación del perverso subsidio a los carburantes, pero esa medida, aunque necesaria, es demasiado compleja, incluso secundaria, frente a la crisis multidimensional que sufre Bolivia.
Existe unanimidad en que la prioridad inmediata es la crisis macroeconómica: estabilizar el cambio de la moneda, mediante una inyección importante de divisas para seguir comprando los combustibles, honrar deudas, reactivar la economía, impulsar exportaciones, generar divisas y mantener funcionando el aparato estatal
El siguiente paso es eliminar, gradualmente o no, la subvención, y así crear las condiciones para atraer inversiones de riesgo en el sector de los hidrocarburos. Los geólogos más optimistas estiman que todo nuevo yacimiento tardaría cinco o más años en entrar en producción. Para lograrlo, es necesario, restaurar la confianza de las empresas del rubro en el país y reformar leyes y normas, lo que demanda más tiempo, consensos políticos y apoyo social.
Mientras tanto, ¿qué podemos hacer ya para mejorar la situación energética?
En varias entrevistas el ministro Medinaceli se ha referido a la “diversificación” de la matriz energética, concepto que, en síntesis, implica incrementar la participación de fuentes renovables no convencionales en la generación eléctrica, pero como complemento al uso del gas, que seguirá siendo esencial para proporcionar energía y contribuir con regalías e impuestos relevantes. Desde luego, mientras lo tengamos y lo produzcamos.
Se vio con claridad en la reciente cumbre climática COP 30 en el Brasil: las grandes compañías petroleras despliegan un lobby agresivo para desacreditar la transición energética y volver a posicionar las fuentes fósiles como la única opción viable, tildando a las fuentes renovables no convencionales (solar y eólica, principalmente) de “intermitentes y caras”. Es “público y notorio” – diría la Yoli – que las renovables se complementan con otras fuentes no fósiles para dar continuidad de suministro y son más económicas y limpias que los combustibles fósiles importados.
De hecho, la transición energética es para Bolivia mucho más que un mero cambio de menú energético. Implica transformar estructuralmente la economía, eliminar trabas que impiden aprovechar lo que poseemos con certeza y en abundancia (sol, agua, viento, biomasa), reducir la dependencia del gas y de los escasos combustibles que aún producimos y avanzar sin la incertidumbre sobre el futuro de nuestra producción de gas.
Además, la transición energética “democratiza” la energía: los paneles solares y las microturbinas hídricas están al alcance de empresas, instituciones y hasta de comunidades campesinas. Es cierto que no aportan regalías, pero sí generan impuestos por la producción de bienes y servicios. Sobre todo, contribuyen a desmontar el modelo rentista y paternalista, en la medida en que la gente depende de sí misma y no de bonos y dádivas del gobierno. Se trata de una alternativa a los 200 años de extractivismo que nos han mantenido en la pobreza.
Por último, a Bolivia le resulta mucho más fácil (y sensato) obtener financiamiento internacional para programas de transición energética (que incluyan la electromovilidad y el uso del GNV) que seguir endeudándose para importar gasolina, diésel, GLP y, en un futuro no muy lejano, gas natural.
