Tal como se preveía, la economía ha ingresado en una fase de corrección abrupta de precios relativos, marcada por el retiro de uno de los pilares históricos del modelo económico: la subvención generalizada a los hidrocarburos.
El llamado “sinceramiento” de precios ha sido contundente. La gasolina registró un incremento del 86,1%, pasando de 3,74 a 6,96 bolivianos por litro, mientras que el diésel, el insumo energético más crítico para la estructura productiva, prácticamente triplicó su precio al subir de 3,72 a 11 bolivianos, lo que equivale a un aumento del 195,7%.
Esta asimetría no es trivial: el diésel es el combustible del transporte pesado, la agroindustria y la logística, por lo que su encarecimiento anticipa un efecto cascada sobre los costos de producción y, en última instancia, sobre el precio de los alimentos y bienes básicos.
Frente a este shock, el gobierno ha desplegado un esquema de compensaciones sociales que opera de manera selectiva. Por un lado, se decretó un incremento del salario mínimo del 20%, coherente con la inflación proyectada para 2025. Por otro, se reforzó la política de transferencias directas con aumentos significativamente mayores: la Renta Dignidad subió un 66,7% (de 300 a 500 bolivianos) y el bono Juancito Pinto un 50% (de 200 a 300 bolivianos).
El mensaje es claro: el Estado intenta proteger con mayor intensidad a los sectores no laborales, adultos mayores y estudiantes, mientras confía en que el ajuste salarial sostenga el poder adquisitivo de la población ocupada.
Sin embargo, un análisis más fino revela varias tensiones estructurales. En primer lugar, las compensaciones están fuertemente concentradas en el sector formal de la economía, tanto a través del salario mínimo como de los bonos administrados por el Estado. Este diseño deja al margen a un dato clave de la realidad económica: cerca del 80% de la población económicamente activa se encuentra en el sector informal, sin salario mínimo garantizado, sin contratos y, en muchos casos, sin acceso directo a los mecanismos de compensación anunciados. Para este segmento, el shock del diésel se traduce en mayores costos de transporte y de insumos, pero sin una red de protección equivalente.
En segundo lugar, el aumento del salario mínimo, si bien busca preservar el ingreso real de los trabajadores formales, introduce una presión adicional sobre las empresas privadas, muchas de las cuales ya operan en un contexto de recesión, caída de ventas y restricciones financieras. En este sentido, la política salarial funciona como un mecanismo de compensación social, pero también como un factor de tensión para el empleo formal, especialmente en pequeñas y medianas empresas con márgenes estrechos.
A estas debilidades se suma una dimensión política no menor. El ajuste se ha implementado sin un acuerdo político amplio en la Asamblea Legislativa, respaldo que habría sido deseable para dotar a la medida de mayor legitimidad y sostenibilidad.
La ausencia de consensos amplios aumenta el riesgo de reversión, bloqueos o conflictividad social, especialmente en un contexto donde el aumento de los combustibles era largamente anunciado y, por tanto, anticipado por la población organizada.
Asimismo, el esquema de compensación muestra vacíos evidentes. No se han definido mecanismos claros para sectores clave como el transporte público, cuya estructura de costos depende casi exclusivamente del diésel. La gran pregunta pendiente es qué ocurrirá con las tarifas del transporte urbano, interprovincial e interdepartamental. Un ajuste en estos precios podría amplificar el impacto inflacionario sobre los hogares, mientras que su congelamiento trasladaría las pérdidas a transportistas ya afectados por el alza de costos.
Finalmente, el ajuste plantea un debate más profundo sobre su alcance y equidad. Resulta inevitable preguntar por qué no se optó simultáneamente por medidas más duras del lado del gasto público, como el cierre de empresas estatales deficitarias, recortes significativos en planillas salariales del sector público o una racionalización más agresiva del aparato estatal. Al no abordar estos frentes, el ajuste recae de manera desproporcionada sobre los precios y el ingreso real de los hogares, en lugar de distribuir los costos entre el sector público y privado.
En suma, el país enfrenta un ajuste fiscal clásico: se corrigen precios distorsionados para aliviar las finanzas públicas, pero se traslada una presión inflacionaria considerable a la economía real. El desenlace dependerá de tres factores clave: si el aumento salarial del 20% logra sostener el consumo en un contexto de costos energéticos disparados; si se diseñan mecanismos de compensación más amplios e inclusivos, especialmente para el sector informal y el transporte; y, finalmente, de la reacción de la población organizada frente a un shock que, aunque anunciado, sigue siendo social y políticamente explosivo. 
A este cuadro se suma un riesgo macroeconómico adicional que no puede subestimarse: la probabilidad elevada de una aceleración inflacionaria. El shock del diésel —por su efecto transversal sobre transporte, alimentos y logística— puede transformarse rápidamente en inflación persistente si se activan mecanismos de indexación informal, expectativas desancladas y ajustes preventivos de precios. Para evitar que este proceso derive en una espiral inflacionaria difícil de controlar, el gobierno se vería prácticamente obligado a adoptar una política monetaria fuertemente contractiva, basada en un aumento significativo de las tasas de interés y en la restricción del crédito.
Sin embargo, esta medicina tiene efectos colaterales severos. Un alza de tasas encarece el financiamiento para empresas y hogares, enfría la inversión y reduce el consumo, profundizando un escenario ya recesivo. En otras palabras, el dilema clásico reaparece con crudeza: contener la inflación a costa de más recesión, o tolerar un mayor deterioro del poder adquisitivo para evitar un colapso de la actividad económica. En una economía con alta informalidad, bajo acceso al crédito y empresas financieramente frágiles, el canal contractivo de la política monetaria tiende a ser especialmente regresivo y poco eficaz para disciplinar precios, mientras castiga con fuerza al empleo y a la producción.
Así, el ajuste actual no solo enfrenta el desafío social de compensar un shock de precios sin precedentes, sino también el reto técnico de coordinar política fiscal, social y monetaria en un contexto de expectativas frágiles. Si la inflación se acelera y la respuesta monetaria es excesivamente restrictiva, el país podría quedar atrapado en una combinación particularmente costosa: inflación alta con recesión profunda, un escenario que suele erosionar rápidamente la legitimidad política del ajuste y reactivar la conflictividad social. El equilibrio entre estabilización y sostenibilidad económica será, por tanto, el verdadero examen de esta etapa del programa de corrección.
