Llueve. Llueve y llueve. Caen gotas enormes junto con granizos. Es marzo; no es enero, que llueve poco, ni febrero loco. Algunos tenían la esperanza de que el cambio de mes traería las tibias mañanas del otoño paceño y la luminosidad de las tardes que suelen coincidir con la Semana Santa. La luna nueva que inicia el Ramadán tampoco modificó las nubes negras y el cielo encapotado.

Son extrañas tormentas las que asustan al vecindario; pocas veces vistas, dicen los más veteranos. Me recuerdan a un diluvio universal que soporté en Coroico cuando precisamente leía por primera vez “Isabel viendo llover en Macondo” y sentía el olor a humedad, los zumbidos de los zancudos y la calle que bajaba al Hotel Prefectural absolutamente desbordada. Al poco salió el sol y escampó. Brillaban las hojas mojadas y la tierra se secó rápido. Acá no. Los lechos de los ríos citadinos siempre tan anónimos están oscurecidos y traen pedregones de quién sabe qué cerros; hacen ruido mientras caen. Las aguas forman olas que rebasan los antiguos muros.

La Paz es una ciudad difícil desde siempre. Está a una altura sobre el nivel del mar similar al glaciar donde quedó el fuselaje del avión uruguayo en 1972 (11.710 pies). Seguramente a nadie se le ocurriría fundar una ciudad en ese Valle de las Lágrimas. Es una ollada que serpentea desde la puna hasta los cálidos valles y sus ríos dan origen a las grandes corrientes amazónicas.

Sólo unas pocas manzanas ocupan terrenos planos y pueden seguir el orden del damero renacentista. La mayoría de los barrios se acomodan unos sobre otros abriendo los cerros de areniscas propias de los lagos. Los visitantes que no son futbolistas argentinos se admiran al comprobar que los servicios de luz y agua potable llegan hasta allá arriba. Las cimas son infinitas y muchas tienen las paredes de colores intensos y se asemejan a farallones. Ahí, no faltan quienes se atreven a lotear espacios y venderlos a altos precios porque la vivienda escasea. Últimamente talan árboles de los escasos bosquecillos en las laderas: aparecen ladrillos y tejados sin que nadie explique dónde está la autoridad.

Desde arriba, donde están las cuencas de los muchos arroyos que bajan hacia la zona sur, escasean los trabajos de prevención desde los últimos tres años. La administración edil expulsó al personal con mayor conocimiento en la prevención de riesgos porque las prioridades eran los festejos.

Hace unos años, un conocido dirigente futbolero construyó un edificio que partió la hermosa quinta que ocupaba en la calle 16 de Obrajes la residencia de la Embajada de Francia. Poco después, el boom de edificios en la misma zona afectó tanto a la bella residencia de la Embajada británica que el diplomático fue evacuado a medianoche por orden del Foreign Office para preservar su vida. Constructores improvisados que desean aprovechar la demanda, pero también empresas constructoras experimentadas, desafían las normas y las leyes de la naturaleza para vender pisos. No falta el antiguo ecologista que quita eucaliptos en Achumani porque estorban su improvisada urbanización.

Basta ver cómo se aprovecharon de los bordes de ríos, militares, policías y políticos; cómo se aprueban planos para casas de tres, cinco, 10 pisos en lugares que ya fueron calificados como zona roja. O pretenden abrir caminos “bicentenarios” estropeando todo a su paso, ahora tragados por el barro, incluyendo los banners gigantescos con la carita de Iván Arias.

Muchos creen que hasta ahora La Paz se salva de mayores desastres por los rituales como el martes de challa y por las ofrendas de agosto. Parece, sin embargo, que hasta la Pachamama está enojada de tanto estropicio. Mucha provocación. Y la respuesta edil son jueguitos con baldecitos, enojos, ojeras y discursos, protagonismos nocturnos en lugar de planificación institucional y equipos de trabajo creíbles.

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *