“Fui ingenua, pero había imaginado que sería yo quien anunciaría la muerte de mi marido, Paul Auster”, reza la contrariada y conmovida publicación de la novelista Siri Hustvedt, esposa del renombrado escritor estadounidense, que murió este pasado 30 de abril.
Hustvedt, visiblemente afectada, compartió detalles sobre las últimas horas de su marido y expresó su frustración por la filtración de la noticia de su muerte: “Murió en su casa, en una habitación que amaba, la biblioteca, una habitación con libros en cada pared, desde el suelo hasta el techo, pero también con ventanas altas que dejaban entrar la luz. Murió con nosotros, su familia (…) Algún tiempo después, descubrí que incluso antes de que sacaran su cuerpo de nuestra casa, la noticia de su muerte ya circulaba en los medios y se habían publicado obituarios. Ni a mí, ni a nuestra hija Sophie, ni a nuestro yerno Spencer, ni a mis hermanas, a quienes Paul amaba como a sus propias hermanas y presenciaron su muerte, tuvimos tiempo para asimilar nuestra dolorosa pérdida. Ninguno de nosotros pudo llamar o enviar correos electrónicos a nuestras personas queridas antes de que comenzaran los gritos en línea. Nos robaron esa dignidad. No conozco la historia completa de cómo sucedió esto, pero sé esto: está mal”.
Y es así, está mal. Las redes sociales se han convertido en una herramienta omnipresente en la vida moderna, conectando a personas de todo el mundo en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, esta conectividad instantánea y aparentemente inofensiva viene con un precio muy alto: la violación de la privacidad de las personas.
Este último incidente, que se hizo evidente por la enérgica protesta pública de la pareja del escritor fallecido, es solo un ejemplo de cómo las redes sociales pueden impactar negativamente la dignidad de las personas, incluso en un momento tan íntimo como la muerte de un ser querido. La velocidad y el alcance de las plataformas digitales de interacción pueden ser impresionantes, pero también pueden ser destructivos cuando se utilizan de manera irresponsable.
En los últimos meses, en Bolivia hemos vivido situaciones aún más complejas y controversiales. Se especula —alegremente—, antes que aparezca un informe oficial de autoridades policiales o de la propia familia, sobre las circunstancias, detalles o motivaciones de algunos personajes públicos que perdieron o se quitaron la vida (Sandy, Colodro, Balcázar, Vaca Diez, Montenegro).
Estas conjeturas y especulaciones no solo circulan a través de dispositivos personales, sino forman parte de los contenidos que se transmiten en medios de comunicación tradicionales y/o digitales. Nadie dimensiona lo nocivo de ingresar —impunemente— a los hogares de la gente con morbosos contenidos que pueden herir la sensibilidad de quienes los ven o que naturalizan situaciones excepcionales y dramáticas, solo en busca de rating. En aras de la conectividad instantánea, de la anhelada viralidad o la mayor audiencia, se sacrifica el respeto por la privacidad del ser humano.
En el ámbito virtual, se están presentando situaciones que no solo violan la privacidad de víctimas circunstanciales, sino que también exponen a daños emocionales y psicológicos a su entorno familiar, laboral y de amistades. En un mundo digital, cada vez más interconectado, es fundamental reflexionar sobre las nuevas tecnologías, educar en su uso responsable, implantar medidas efectivas para resguardar la privacidad en línea, además de garantizar que se respeten y protejan los derechos y la dignidad de las personas.