Luis Arce Catacora y su equipo económico, sistemáticamente, vienen negado la existencia de una crisis en la economía boliviana.
Lo hacen a pesar de que Bolivia ha visto cómo sus Reservas Internacionales Netas han caído a niveles tales que el Gobierno ya no se anima a mostrar la información semanal. Hoy, las RIN no cubren ningún mínimo indicador de estabilidad que permita afirmar que la política cambiaria puede continuar como lo hizo en los últimos años.
Lo hacen a pesar del derrumbe en las exportaciones de gas, principal sustento del flujo de divisas para el Gobierno, que además ha terminado de destapar un problema aún más preocupante: la incapacidad del país de producir la energía que consume. Bolivia depende, hoy más que nunca, de las importaciones de combustibles para poder seguir funcionando.
Lo hacen a pesar del desdoblamiento en el mercado cambiario, en el que ya no existe “un” tipo de cambio, sino que, al mejor estilo de la Bolivia de los 70 y 80’s, o de la Argentina y la Venezuela de hoy, funcionan varios tipos de cambio, desde el oficial (que nadie consigue), hasta el librecambista en las fronteras, que desde hace mucho tiempo está por encima de los 8 bolivianos por dólar y con tendencia alcista.
Lo hacen a pesar de que los organismos internacionales, las calificadoras de riesgos, los medios de comunicación, los analistas y, sobre todo, las familias saben que lo que el Gobierno sostiene no tiene fundamento factico. La realidad ha superado a la narrativa (que han bautizado como “modelo”), apoyada en cuadros que cuidadosamente seleccionan y malinterpretan un conjunto cada vez más acotado de datos.
La pregunta entonces es ¿por qué lo hacen? y la única respuesta posible, suponiendo que aún queda algo de racionalidad capaz de reconocer lo que todos vemos en el día a día, es que esta negación es estratégica. Negar el problema es parte de una estrategia que busca proteger al Presidente, cuyo principal capital político era la gestión económica en tiempos de auge.
La palabra clave es auge y eso quedó atrás. Es tiempo de escasez, y para mal de todos, las habilidades de gestión del actual Gobierno no habían sido probadas en tiempos de escasez. Peor aún, los fundamentos sobre los que la economía mundial se mueve hacia el futuro también han cambiado, por lo que además de saber administrar cuando las vacas están flacas, ahora se debe tener también disposición para comprender el futuro y adaptarse a él. Estos también son tiempos de cambio.
La negación, entonces, no tiene nada que ver con la economía, es una estrategia política, pero no solamente pensando en las elecciones de 2025, como la mayoría cree. Es una estrategia que busca mitigar las limitaciones conductuales que tiene este Gobierno.
En esencia, el equipo económico del Gobierno se ha autoconvencido de que el éxito del pasado se debe exclusivamente a sus acciones, por lo que ahora son presos de la trayectoria de esas decisiones. Si en el pasado hacían algo y salía bien, en el presente seguirán igual esperando el mismo resultado. No existe espacio para la adaptación.
Peor aún, la autoidentificación de Luis Arce como “padre” del modelo reduce la toma de decisiones a una sola persona. Nadie en el Gobierno puede contradecir al “artífice del éxito” pasado, aunque haya sido aparente. Esto no solo significa que no hay espacio para nuevas ideas, sino que también implica que el Gobierno, en tiempos muy dinámicos, es lento, incapaz de reaccionar a tiempo. Hoy, la gestión económica del país se hace desde un solo escritorio, microgerenciando la cosa pública.
Por lo tanto, negar la crisis, además de ser la base discursiva para defender al Presidente, refleja también los limites conductuales del Gobierno. Luis Arce no quiere aceptar la crisis porque significa golpear su única base política (la administración de la economía), pero además, esa negación sistemática puede significar algo mucho más profundo: Luis Arce no puede reconocer la crisis, porque es incapaz de resolverla y viceversa.
Esta dinámica pone de manifiesto la vulnerabilidad de un Gobierno que parece atrapado en un ciclo de inmovilidad y falta de adaptación, en un momento crucial para el futuro económico de Bolivia.