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Home»Opinión»Argentina y el culto al líder: Menem, Macri, Milei
Opinión

Argentina y el culto al líder: Menem, Macri, Milei

Nona VargasBy Nona Vargas21 septiembre, 2025No hay comentarios5 Mins Read
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Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales –Investigador y analista socioeconómico

Argentina ha sido durante décadas un espejo para Bolivia. Miles de bolivianos cruzaron la frontera en busca de oportunidades: primero al norte en los cincuenta y luego masivamente a Buenos Aires. Hoy más de 540.000 compatriotas viven allí. Desde esa cercanía observamos un patrón repetido: el culto al líder político como salvador, con consecuencias que atraviesan generaciones y moldean la cultura política regional.

El siglo XX argentino se definió por un péndulo entre liberalismo y populismo. Entre 1880 y 1930 llegaron millones de europeos que alimentaron el mito de los “descendientes de los barcos” y consolidaron una identidad orgullosa, asociada al progreso y al esfuerzo individual. Tras la crisis de 1930, el país consolidó un patrón de deuda creciente, desigualdad social, déficits crónicos y dependencia de exportaciones primarias. Ese legado alcanzó a todos los gobiernos posteriores, sin importar su ideología ni la fuerza de sus promesas electorales, y condicionó la política económica durante décadas.

En 1989, con hiperinflación superior al 3.000% y supermercados que cambiaban precios en horas, Carlos Menem llegó al poder. La convertibilidad de 1991, diseñada por Domingo Cavallo, ató el peso al dólar y estabilizó precios. Hubo capitales, consumo y apariencia de modernización. Pero la industria perdió competitividad, el desempleo creció tras el “efecto Tequila” y la deuda alcanzó 147.000 millones en 1999. Menem dejó una economía frágil y endeudada. En 2001, bajo Fernando de la Rúa, llegó el default por 95.000 millones y el desempleo superó el 21%. El espejismo de prosperidad terminó en una crisis social sin precedentes, con cinco presidentes en pocas semanas, reflejo de la fragilidad institucional que Menem no había solucionado.

Tras el colapso, Néstor Kirchner asumió en 2003 con superávit fiscal y un ciclo de crecimiento impulsado por los commodities. Renegoció la deuda y reactivó la economía, generando confianza internacional y cierta recuperación interna. Con Cristina Fernández, desde 2007, el modelo se apoyó en subsidios masivos y un Estado más interventor. Programas sociales como la Asignación Universal por Hijo ampliaron la inclusión, y la agenda simbólica —derechos humanos, igualdad de género, políticas culturales— consolidó apoyo político. Pero el déficit se disparó, la inflación volvió a instalarse y la desconfianza de inversores se profundizó, dejando un modelo con altos costos fiscales y vulnerabilidades estructurales.

En 2015 emergió Mauricio Macri como promesa opuesta. Ofreció cerrar la era kirchnerista y reconciliarse con los mercados. Aplicó “gradualismo”: levantó el cepo, abrió importaciones y buscó financiamiento externo. El acuerdo con el FMI en 2018, por 57.000 millones, fue histórico. Sin embargo, la inflación superó el 50% en 2019, la pobreza aumentó y la deuda alcanzó casi el 90% del PIB. La derrota frente a Alberto Fernández selló el fracaso de su estrategia. Su intento de mostrar eficiencia empresarial terminó diluyéndose en un contexto de recesión, incertidumbre política y desencanto social, dejando lecciones sobre los límites de aplicar recetas técnicas sin respaldo político ni consenso social.

Con Fernández volvió un guion conocido: controles de precios, programas sociales y subsidios. La pandemia de 2020 hundió la economía un 9,9% y la pobreza superó el 40%. El acuerdo con el FMI en 2022 buscó tiempo, pero sin reformas estructurales persistieron la inflación de tres dígitos, el déficit y la brecha cambiaria. La sensación de estancamiento marcó a toda una generación que solo conoció crisis, reforzando la percepción de que los liderazgos individuales no bastan para garantizar estabilidad.

En 2023 irrumpió Javier Milei con motosierra en mano, prometiendo dinamitar “la casta” y refundar el país. Heredó una inflación del 211% anual, un déficit primario cercano al 3% del PIB y una economía en recesión. Su receta fue un shock: devaluación inicial del 54%, recorte de subsidios y liberalización de precios. El Gobierno sostiene que la inflación bajó de un 25% mensual en diciembre a alrededor de 4% hacia mediados de 2024, pero el costo social fue brutal: la pobreza escaló al 52,9%. Aunque al inicio Milei conservó apoyo en sectores medios cansados de la política tradicional, las protestas de jubilados, estudiantes y trabajadores mostraron que la paciencia social tiene límites.

Menem, los Kirchner, Macri, Fernández y Milei enfrentaron el mismo reto: equilibrar cuentas, controlar la inflación y estabilizar el tipo de cambio en un país con instituciones débiles y tensiones sociales crónicas. Cada uno lo intentó a su manera: Menem con un shock brillante pero insostenible; Néstor con superávit que Cristina erosionó; Macri con gradualismo ineficaz; Fernández con controles fallidos; Milei con un ajuste radical que prueba la resistencia social. Ninguno superó los límites estructurales de una economía dependiente, polarizada y con ciclos de crisis recurrentes.

El trasfondo es idéntico: baja productividad, dependencia de exportaciones primarias, desigualdad persistente e instituciones débiles. Cada líder profundizó alguna grieta: desempleo y marginalidad con Menem; subsidios masivos bajo Kirchner; clase media golpeada con Macri; ajuste social bajo Milei. Las políticas se transformaron en parches que aplazaron, pero nunca resolvieron las contradicciones de fondo, mostrando que los problemas económicos y sociales requieren estrategias colectivas más que carismas individuales.

La política argentina es la historia de un péndulo que nunca se detiene. Cuando un modelo se agota, surge otro que promete salvar, hasta que tropieza con los mismos límites. Es una rueda de ilusión y desencanto que desgasta a la sociedad y mina la confianza ciudadana. Lo más peligroso es confiar en líderes carismáticos como si pudieran torcer el destino. Sin consensos básicos, instituciones firmes y un modelo productivo diversificado, no hay milagro posible.

Argentina vive una nueva encrucijada, pero su historia muestra que el problema no es de nombres ni de partidos: es estructural y profundo. Mientras se crea que la estabilidad depende de un líder en campaña, el país seguirá atrapado en su propio laberinto. Para Bolivia, que ha observado de cerca este recorrido, la enseñanza es clara: ningún caudillo resuelve lo que solo instituciones sólidas, consensos duraderos y políticas productivas pueden garantizar.

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