Desde su nacimiento como república en 1825, Bolivia ha seguido un patrón de desarrollo tan constante como rudimentario: descubrir un recurso natural, extraerlo con entusiasmo, venderlo al mejor postor internacional, y esperar que los precios globales estén de buen humor. Plata en el siglo XIX, estaño en el XX, gas y soya y oro en el XXI, y litio prometiendo una revolución que, hasta el momento, sigue en fase de trámites. Este patrón de desarrollo, conocido en la literatura como primario-exportador o, con menos cortesía, extractivista, ha sido tan duradero que bien podría registrarse como marca país: “Bolivia, donde el PIB se excava”. Su eficacia para sostener el crecimiento económico ha sido desigual, pero su capacidad para estructurar la economía y la política nacional es innegable.
Dado el espacio limitado y la paciencia del lector, este artículo se concentrará en la evolución del Producto Interno Bruto (PIB) como indicador de desempeño económico, reconociendo, desde luego, que dicho indicador no lo explica todo: no mide distribución, calidad institucional ni felicidad nacional bruta. Tampoco abordaremos el período 1825–1889, cuyos datos económicos permanecen, en buena medida, bajo la tutela de historiadores. A partir de 1900, en cambio, el trabajo meticuloso del historiador económico José Peres Cajías ofrece una base cuantitativa confiable para un análisis riguroso.
Durante el siglo XX, Bolivia conoció 31 gobiernos: militares, civiles, revolucionarios, transitorios, y una que otra figura interina cuya principal hazaña fue no empeorar las cosas. Esta sucesión de regímenes, infrecuente incluso para estándares latinoamericanos, no impidió que la economía creciera a un promedio de 2.68% anual entre 1900 y 1999. Al descontar el crecimiento poblacional, de aproximadamente 1.58% anual, el crecimiento per cápita fue modesto pero positivo, lo cual, dadas las circunstancias, ya es un logro, aunque muy lejano si comparamos con otros países de la región.
El desempeño del PIB puede dividirse en dos grandes etapas. De 1900 a 1950, el país se sostuvo sobre el estaño, sin avances industriales significativos, con una economía oligárquica, centralizada, y fuertemente dependiente de la minería. En 1952, la Revolución Nacional del MNR sacudió las estructuras con reformas como la nacionalización de las minas, la reforma agraria y el sufragio universal. Sin embargo, el verdadero despegue económico no llegó sino hasta los años 60 y 70, favorecido por el auge de los precios del estaño y, más adelante, del gas natural. La bonanza fue interrumpida bruscamente por la crisis de deuda de los años 80, cuando el país enfrentó hiperinflación, colapso fiscal y aislamiento financiero. El Decreto Supremo 21060, aplicado en 1985, marcó el ingreso al paradigma neoliberal, con estabilización macroeconómica, liberalización de precios, y una reducción drástica del rol del Estado. El remedio funcionó en términos de inflación, pero dejó profundas cicatrices sociales.
Una revisión por gobiernos ofrece sorpresas. Entre los cinco mandatos con mayor crecimiento promedio anual se encuentran mayoritariamente regímenes militares. Carlos Quintanilla, quien gobernó entre 1939 y 1940, encabeza la lista con un 8.18% de crecimiento. Le siguen David Toro (1936–1937) con 7.83%, René Barrientos (1966–1969) con 6.62%, Enrique Hertzog (1947–1949) con 5.99%, y Hugo Banzer en su primer gobierno (1971–1978), con 5.34%. Los factores detrás de estas cifras incluyen precios internacionales favorables, inversiones en infraestructura, y reformas que, aunque no siempre democráticas, sí fueron funcionales para ciertos sectores económicos. Cabe destacar que estos gobiernos fueron muy cortos y fueron seguidos de recesiones.
También hubo gobiernos democráticos con desempeño destacable y más sostenibles lo que resalta sus méritos. Según los datos de Péres Cajías, Víctor Paz Estenssoro (1952–1956) registró un 4.08% en plena posrevolución. Gonzalo Sánchez de Lozada (1993–1997), con 4.03%, lideró la capitalización y la apertura económica. Jaime Paz Zamora (1989–1993) alcanzó 3.78%, en parte gracias a la consolidación del modelo neoliberal.
Por contraste, varios gobiernos de transición o crisis arrojaron cifras ínfimas. Néstor Guillén, Tomás Monje, Luis Siles y Guido Vildoso no alcanzaron ni el 1.5% de crecimiento. Lidia Gueiler y Hernán Siles Zuazo enfrentaron crisis políticas e hiperinflación, esta última con tasas de más del 11.000% anual.
El siglo XX concluyó con una economía más urbana y terciarizada, aunque aún dependiente de las exportaciones primarias. Si el siglo XIX fue feudal y minero, el siglo XX transitó hacia una modernidad periférica, atrapada entre ciclos de bonanza y corrección.
A diferencia de su predecesor, el siglo XXI boliviano puede dividirse en tres etapas. La primera, entre 2000 y 2005, marcó la crisis del neoliberalismo, caracterizada por convulsiones sociales, desgaste institucional y caída de la legitimidad de los partidos tradicionales. Fue el crepúsculo del modelo ortodoxo. La segunda etapa, entre 2006 y 2019, correspondió al auge del MAS liderado por Evo Morales, donde se combinaron auge externos, nacionalizaciones a medias, inversión pública récord, estabilidad macroeconómica y reducción de la pobreza medida por ingresos, aunque la pobreza medida por acceso a educación, salud o saneamiento básico se mantuvo alta. El crecimiento promedio fue de 4.89%, apuntalado por los precios internacionales del gas y los minerales. La tercera etapa, entre 2019 y 2024, se inició con la crisis política de 2019, la breve administración interina de Jeanine Áñez, la pandemia de COVID-19, y la posterior gestión de Luis Arce. Este último ha registrado un crecimiento promedio de 3.4%, con énfasis en la continuidad del modelo MAS: bonos sociales, estímulo al consumo interno y recuperación exportadora basada en oro, soya y, tentativamente, litio. Entre tanto, este periodo también mostró el agotamiento estructural del patrón de desarrollo extractivista y el populismo de izquierda.
En este período de 24 años, el crecimiento promedio del PIB fue de 3.53% anual. Si bien es superior al promedio del siglo XX, está por debajo del umbral necesario para cerrar las brechas estructurales en educación, salud e infraestructura. Cabe mencionar que el crecimiento de 6.1% en 2021, durante el mandato de Arce, responde al llamado “efecto rebote” tras la contracción de casi -9% del año anterior. Considerarlo un logro estructural sería como aplaudirle a una pelota por volver a subir después de caer.
Lo que enseñan esta perspectiva de largo plazo de historia económica es claro: el crecimiento en Bolivia no ha sido una función directa de la ideología, sino de una combinación de factores estructurales, coyunturales (bonanzas y declives externos) y, no pocas veces, meteorológicos. En otras palabras, se registra crecimiento económico no cambia el presidente, sino cuando cambian los precios internacionales del recurso natural que se exporta. A lo largo de todos estos años, modelos económicos estatistas o más privatizadores han caminado en círculos sobre el patrón de desarrollo basado en la extracción de recursos naturales. El Estado ha demostrado que puede ser un motor de crecimiento y redistribución, pero también puede convertirse en una máquina de gasto sin dirección que hace insostenible el crecimiento del producto. El mercado, por su parte, promete eficiencia, pero concentra la riqueza y suele olvidar a quienes no tienen con qué participar. Y mientras tanto, el país sigue esperando la diversificación productiva como quien espera una carta que se extravió hace décadas.
El bicentenario debería ser ocasión para algo más que discursos: es una oportunidad para pensar una nuevo patrón de desarrollo basado en un shock educativo, una estrategia de industrialización real de los servicios, una revolución en las instituciones y una apuesta seria por el conocimiento la innovación y la productividad Si no se toma este punto de inflexión, el siglo XXII podría encontrarnos celebrando 300 años… de lo mismo.