El presidente Arce pronunció su discurso de despedida en un contexto de evidente aislamiento político, tras haber sido expulsado de su propio partido y rodeado únicamente por su círculo más cercano de leales. El acto tuvo lugar en la Casa Grande del Pueblo, hoy convertida en símbolo del derroche, la opulencia, y la arquitectura del exceso: una suerte de mausoleo-motel del poder que alguna vez creyó ser eterno.
El mensaje presidencial, carente de autocrítica y de sustancia política, fue una elegante pieza de arqueología ideológica. Un discurso con olor a naftalina, que desempolvó viejos esquemas doctrinarios, interpretando la realidad nacional con la destreza del ilusionista que logra presentarse como víctima de todos, menos de sí mismo. En su relato, los culpables fueron Evo Morales, la derecha, el mundo, los astros y, por supuesto, los opinadores del pantano neoliberal.
Resulta particularmente significativo que este discurso no se haya pronunciado ante la Asamblea Legislativa, espacio natural de rendición democrática, sino en el refugio cálido de las pocas murallas de poder en derrumbe.
Por su contenido y su forma, este discurso constituye no solo el epílogo de un ciclo político agotado, sino también una obra maestra del autoengaño político, digna de ser conservada en el museo del cinismo o, al menos, en el basurero ilustrado de la historia nacional.
Lo mejor del discurso es, sin duda, que fue el último. Ojalá que nunca más tengamos que someternos a semejante sinfonía de frases huecas, letanías ideológicas y ese victimismo tan persistente que ya debería pagar impuestos. Porque si algo merece descanso eterno, además del modelo económico, son estas peroratas que confunden rendición de cuentas con sesión de autoayuda política.
