Revisar los programas de gobierno de los principales candidatos —disponibles en la OEP— es como abrir una vitrina con estantes vacíos: la cultura, cuando aparece, lo hace como figurante, sin voz propia, sin presupuesto, sin cuerpo. Es la pariente pobre del festín electoral: se la menciona por compromiso, se la adorna con guirnaldas folclóricas, y se la sienta lejos, donde no estorbe a la economía ni a la seguridad.
Y sin embargo, en un país tan diverso y fragmentado como Bolivia, la política cultural debería ser el corazón narrativo de todo proyecto político. Más aún en este año del Bicentenario, donde la memoria y el sentido deberían estar en primer plano. Pero ese espejo —el de las ideas profundas— nos devuelve reflejos difusos, distorsionados. Visiones distintas, sí, pero empañadas, como vitrales rotos que ya no filtran la luz.
Doria Medina y Reyes Villa coinciden en una mirada utilitaria: la cultura como combustible para el turismo, insumo del emprendimiento o vitrina para el mercado. El Estado se convierte en socio logístico, ya no en autor. La diversidad étnica y lingüística es el telón de fondo, no el guion. Sus propuestas hablan de profesionalizar gestores, atraer inversión privada y convertir la cultura en bien exportable.
Doria Medina plantea convertir El Alto en el “Silicon Valley” andino, epicentro de la innovación cultural digital. Tuto Quiroga, con menos énfasis en lo tradicional, propone digitalizar el patrimonio, liberar el conocimiento y abrir bibliotecas virtuales. Su promesa: democratizar el acceso a la cultura con un clic.
Del otro lado, el oficialismo (en sus múltiples rostros) repite el guion descolonizador: la cultura como herencia indígena, vehículo de cosmovisión, medio de revalorización colectiva. Habla de plurilingüismo, saberes ancestrales y producción comunitaria. Pero tras dos décadas de discurso, sus resultados no han pasado de ser estampillas étnicas que decoran ministerios y convencen a los organismos internacionales, pero no necesariamente a los pueblos que dicen representar.
En general, la cultura aparece conectada al desarrollo económico territorial, al turismo y a una visión de la diversidad como activo identitario. Pero nadie menciona museos, archivos, danza contemporánea, fondos concursables, orquestas filarmónicas, residencias artísticas. El arte queda fuera del encuadre, salvo como recurso ornamental. Lo cultural es un adjetivo, no una política.
Y sin embargo, este silencio dice mucho. Porque lo que está en disputa no es si apoyar un festival o restaurar un teatro. Lo que está en juego es el relato mismo del país: ¿Queremos una Bolivia que se reconozca en sus raíces? ¿Una que empaque su cultura para venderla? ¿O una que se proyecte al metaverso sin haber construido bibliotecas en sus comunidades?
Mientras el país define su rumbo económico y político, debería también preguntarse qué alma quiere cincelar, qué memoria desea fundir en bronce y qué relato se atreve a legar. Porque gobernar no es solo administrar presupuestos: es forjar el imaginario de una nación. Y Bolivia es todavía un borrador de manuscrito, con más tachaduras que relatos acabados.