En los últimos años, el tipo de cambio se ha convertido en la principal ancla psicológica y real de la economía boliviana. En seminarios académicos, reuniones familiares, conversaciones con amigos, en redes sociales y hasta en bautizos, matrimonios o misas la pregunta se repite con una insistencia casi obsesiva: “¿qué va a pasar con el dólar?”. Todo el mundo tiene una predicción, una teoría o, al menos, una sospecha. La decisión de ahorrar en dólares, guardarlos en el “colchón bank”, cambiarlos o no cambiarlos, se ha transformado en una suerte de tormento cotidiano. Vivimos en una “fiebre del dólar”: el tipo de cambio se ha consolidado como el principal anclaje de expectativas de los agentes económicos y el gran ordenador de la mayoría de los mercados en la economía boliviana.
Esta centralidad no es casual. En un país con un sistema financiero poco diversificado, con un mercado de valores pequeño y poco profundo, y con escasas alternativas de inversión conocidas por el público, el dólar terminó ocupando el lugar que en otras economías cumplen portafolios más complejos de activos financieros. Para la ciudadanía, junto al precio de la gasolina y el diésel, el tipo de cambio se convirtió en el “precio seña” por excelencia, el indicador que sintetiza en un solo número la salud o enfermedad de la economía.
El origen de este sitial privilegiado se remonta a la salida de la hiperinflación de 1985. Una de las decisiones clave del programa de estabilización fue fijar inicialmente el tipo de cambio en torno a 2 bolivianos por dólar y, al mismo tiempo, establecer un régimen de flotación administrada, el llamado tipo de cambio “flexible sucio”. En términos técnicos, ello implicaba que el precio del dólar se determinaba, en principio, por la oferta y la demanda en el mercado, pero bajo la vigilancia sistemática del Banco Central de Bolivia (BCB), que intervenía mediante el mecanismo conocido como el Bolsín. A través de este dispositivo, el BCB compraba y vendía divisas para atenuar movimientos bruscos y evitar que el tipo de cambio se desviara de la trayectoria considerada coherente con la estabilidad interna y externa.
Posteriormente, sobre este esquema de flotación administrada se introdujo un sistema de crawling peg, es decir, un ajuste gradual y preanunciado del tipo de cambio nominal. Entre 1985 y 2011, este régimen híbrido, flotación administrada con deslizamiento, proporcionó certidumbre y previsibilidad a hogares y empresas, facilitando la planificación de contratos, inversiones y decisiones de consumo.
Durante aproximadamente 25 años, con episodios de depreciación y apreciación nominal, el tipo de cambio pasó de alrededor de 2 bolivianos por dólar a 6,96 bolivianos por dólar. Es decir, el tipo de cambio se multiplicó aproximadamente por 3,5, reflejando un ajuste ordenado y gradual que acompañó la desinflación y la transición hacia un entorno de estabilidad de precios. Este comportamiento, en perspectiva histórica, mostró la solvencia y la credibilidad del régimen cambiario como uno de los pilares de la estabilidad macroeconómica post-hiperinflación.
El quiebre se produce en 2011, cuando el gobierno del MÁS decide abandonar de facto la flotación administrada y transitar hacia un régimen de tipo de cambio prácticamente fijo. Esta modificación constituye, desde el punto de vista de la teoría y la experiencia comparada, uno de los errores más serios de política cambiaria de las últimas décadas, aunque políticamente resultó muy rentable. El congelamiento del tipo de cambio nominal, combinado con una inflación doméstica superior a la de nuestros socios comerciales, derivó en una apreciación real sostenida. Dicho de otra manera, en términos reales el boliviano se encareció, abaratando artificialmente las importaciones y encareciendo las exportaciones.
Esta dinámica dio lugar a lo que cabe denominar “populismo cambiario”: un tipo de cambio fijo que generó una enorme renta comercial para importadores formales e informales, incrementando el volumen de importaciones de bienes de consumo, intermedios y de capital. Entre 2006–2014 y los años de mayor bonanza, las importaciones totales (incluyendo contrabando estimado) pasaron de alrededor de 3.000 millones de dólares a aproximadamente 15.000 millones de dólares. Nunca en la historia económica reciente de Bolivia se había producido una transferencia de renta tan masiva hacia los sectores vinculados al comercio, particularmente al comercio informal, como la que emergió de este régimen cambiario fijo y apreciado.
El costo oculto de esta fiesta fue la erosión sistemática de las Reservas Internacionales Netas (RIN). En la práctica, el país utilizó sus reservas, es decir, su ahorro externo acumulado durante los años de altos precios de las materias primas, en particular del gas, para financiar el mantenimiento de un tipo de cambio fijo que ya no era consistente con la nueva realidad de la balanza de pagos. Este subsidio cambiario implícito, orientado a conservar una paridad oficial políticamente popular, terminó drenando la principal línea de defensa macroeconómica del país.
Este régimen, además, contribuyó a mantener la inflación artificialmente baja mediante el mecanismo de la “inflación importada”: un tipo de cambio apreciado abarataba bienes importados y, con ello, contenía el aumento del nivel general de precios. Sin embargo, cuando la paridad oficial dejó de ser creíble y surgieron múltiples tipos de cambio en la economía, el mecanismo se invirtió: la depreciación en el mercado paralelo encareció los productos importados, empujando al alza la inflación efectiva de la población, especialmente en bienes transables.
El punto de inflexión externo se sitúa alrededor de 2014, cuando se produce un choque negativo en los precios internacionales de las materias primas, particularmente del gas natural. Los ingresos por exportación de gas pasaron de aproximadamente 6.000 millones de dólares anuales a cerca de 1.500 millones en la actualidad. La contracción de esta fuente central de divisas redujo drásticamente la capacidad del Estado para sostener el tipo de cambio fijo sin ajustes en otras variables. Para cerrar la creciente brecha externa, el gobierno recurrió progresivamente a un aumento del endeudamiento público y a la importación masiva de combustibles (gasolina y diésel) altamente subsidiados, es decir, la brecha externa, impulso el déficit público.
En los últimos años, casi todas las fuentes de oferta de dólares se han debilitado al mismo tiempo: cayeron las exportaciones, se redujeron o estancaron las inversiones extranjeras directas, las remesas crecieron menos de lo necesario y los préstamos externos se hicieron más difíciles y costosos. Todo esto configuró un severo cuello de botella externo: una economía con necesidades crecientes de divisas para importar combustibles baratos y otros bienes, pero con una capacidad decreciente de generarlas genuinamente.
En este contexto, el colapso del régimen de tipo de cambio fijo era cuestión de tiempo. En febrero de 2023, el sistema estalló de facto y emergieron múltiples mercados paralelos del dólar. A pesar de ello, el gobierno de Arce Catacora insistió en sostener la paridad oficial de 6,86-6,96, incluso cuando en el mercado negro el dólar llegó a cotizarse cerca de 20 bolivianos. Esta coexistencia de un tipo de cambio oficial ficticio con mercados paralelos desbordados generó una gran distorsión de precios relativos, fragmentó la señal cambiaria y alimentó el clima de incertidumbre. El dólar dejó de ser solo un precio y se convirtió en una obsesión colectiva, amplificada por plataformas digitales, chats de amigos y redes sociales donde la cotización diaria se siguió casi con la devoción que antes se reservaba a los partes meteorológicos o los resultados del fútbol.
Frente a esta crisis de credibilidad, en la coyuntural actual, el desafío central es restablecer un régimen cambiario que vuelva a ser un ancla confiable de expectativas, que ordene la estructura de precios relativos y que permita transitar desde el populismo cambiario hacia un sistema consistente con la realidad de la balanza de pagos. La estabilización del tipo de cambio no puede reducirse a una operación cosmética: exige reconstruir fundamentos.
En los últimos días, el Banco Central ha adoptado una medida parcial en esta dirección: la creación de un sistema de información sobre el mercado mayorista de divisas, es decir, sobre las transacciones entre exportadores, importadores y grandes empresas canalizadas a través del sistema financiero. La idea es publicar un tipo de cambio “referencial” basado en el promedio ponderado de las operaciones efectivas. El objetivo declarado es reducir la dispersión de precios y evitar que convivan, sin relación clara entre sí, un tipo de cambio en plataformas digitales, otro en la calle, otro en operaciones entre privados y otro en conversaciones informales.
Esta iniciativa puede contribuir a mejorar la transparencia y a reducir la incertidumbre en el corto plazo, pero tiene carácter claramente homeopático. Publicar un precio promedio no equivale a liberar el mercado cambiario. Mientras no se aborde la escasez estructural de divisas ni se precise con claridad el régimen cambiario hacia el que se quiere transitar, la brecha entre el tipo de cambio oficial, el tipo de cambio referencial y los tipos paralelos seguirá “vivita y coleando”, aunque puede que sea menor.
