“En Comala comprendí / que al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver”, es uno de los versos de la canción, Peces de ciudad, de Joaquín Sabina, cuando hace referencia al pueblo mágico de Juan Rulfo, y que es una suerte de advertencia de una posible decepción. Con ese temor de desilusionarme, leí de una sentada la novela póstuma, En agosto nos vemos (2024), del Nobel colombiano Gabriel García Márquez.
Si hubo algún autor, de habla castellana, que, en mis años más jóvenes, me provocó un deleite literario —cercano a la felicidad—, sin duda, fue la extraordinaria y colosal producción literaria del Gabo. Con esos prolegómenos, además de mi natural curiosidad ante tamaña tentación, y aun sabiendo que el propio García Márquez, antes de caer en el abismo de la demencia, declaró: “Este libro no sirve, hay que destruirlo”, me arriesgué al desencanto.
Cada 16 de agosto, Ana Magdalena Bach —la protagonista—, toma el transbordador para llegar a una isla —no está clara la ubicación— donde está sepultada su madre, se registra en el hotel habitual, compra un ramo de gladiolos, pasa la tarde en el cementerio y, al día siguiente, regresa a casa con su familia. Esos viajes, de todos los agostos, acaban suponiendo una irresistible invitación a convertirse en una persona distinta durante una noche al año. Un encuentro inesperado con un hombre le permite escapar de esa rutina y su historia es un canto a la vida, a la resistencia del goce a despecho del paso del tiempo y al deseo femenino. Una reflexión sobre el amor y sus misterios.
Les confieso que, si esta lectura fuera como una “cata a ciegas”, sin preconceptos o prejuicios, sin conocer al autor ni las circunstancias de publicación, En agosto nos vemos, provoca esos destellos de goce intelectual con algunos de sus pasajes. Para mi gusto y entender, antes que una novela, la pienso como un cuento largo que se disfruta y saborea en sus seis capítulos: hay poesía en el lenguaje, presenta una historia cautivadora, las vivencias y desventuras de sus personajes reflejan la esencia del ser humano.
Pero, como esta no es una degustación sin antecedentes, es imposible no hacer comparaciones odiosas con los principales y deslumbrantes libros que produjo el colombiano durante su larga y prolífica existencia. Al igual que su última obra de ficción publicada en vida, Memoria de mis putas tristes, este libro está en una categoría bien menor, frente a la dimensión literaria de Cien años de soledad, El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o El general en su laberinto, por citar algunos de sus títulos.
En el prólogo, en un intento de explicar y justificar la publicación, los hijos de García Márquez, Rodrigo y Gonzalo, señalan: “Al juzgar el libro mucho mejor de como lo recordábamos, se nos ocurrió otra posibilidad: que la falta de facultades que no le permitieron a Gabo terminar el libro también le impidieron darse cuenta de lo bien que estaba, a pesar de sus imperfecciones. En un acto de traición, decidimos anteponer el placer de sus lectores a todas las demás consideraciones. Si ellos lo celebran, es posible que Gabo nos perdone. En eso confiamos”, dicen los hijos del Nobel.
Al final del libro, hay una nota del editor que describe los pormenores y las diferentes versiones que fue teniendo el manuscrito que terminó archivado en el Harry Ransom Center, del campus de la Universidad de Austin, Texas, que atesora todo el legado de García Márquez vendido por la familia. El editor español, Cristóbal Pera, que trabajó con el escritor en su autobiografía, Vivir para contarla (2002), describe su labor como la de “un restaurador ante el lienzo de un gran maestro”.
Así, como es imposible saber el grado de restauración, aunque las últimas páginas muestren pruebas de los originales con las correcciones —de puño y letra— del escritor; es imposible saber si Gabo perdonaría a sus herederos que no hicieron caso a su última voluntad.
Leer un libro publicado después de una década de la desaparición de su autor, solo puede ser posible en el realismo mágico, donde lo irreal, lo extraño u onírico se vuelve algo cotidiano y común. Es tanto lo que hemos disfrutado de sus letras, que sus lectores les perdonamos todo, y nos arriesgamos a tratar de volver a los lugares donde fuimos felices, aun sabiendo que nos vamos a desengañar.