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Opinión

Judicialización política: cuando perder elecciones significa cárcel

Karen RodriguezBy Karen Rodriguez27 septiembre, 2025No hay comentarios5 Mins Read
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Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales

Investigador y analista socioeconómico

Gran parte del poder judicial en Bolivia se ha transformado en una extensión de la política, y entender esto es clave para dimensionar lo que significa para nuestra democracia. Cuando los tribunales dejan de ser árbitros imparciales y se convierten en herramientas del poder político, no solo se traiciona la Constitución: se condena a toda la sociedad a vivir con la incertidumbre de que la justicia depende del color político de quien la invoca.

 

El cambio constitucional de 2009 y la elección de magistrados en 2011 marcaron un punto de no retorno. Lo que se presentó como un avance democrático, la posibilidad de que los ciudadanos eligieran a sus altas autoridades judiciales, se convirtió en la vía perfecta para consolidar el control político sobre la justicia. El problema no estaba en la elección popular en sí misma, sino en que la Asamblea Legislativa, dominada por el oficialismo, tenía el poder de preseleccionar candidatos. El resultado era previsible: solo llegaban a las papeletas quienes habían tejido las alianzas correctas, quienes habían comprometido lealtades y recursos en campañas políticas disfrazadas de procesos judiciales.

 

La respuesta de la ciudadanía fue clara: más del 60% de votos nulos o blancos en 2011, cifra que se mantuvo en 2017. No era desinterés, era un grito de rechazo a un sistema que pretendía ser democrático mientras perpetuaba la subordinación del poder judicial al poder político. Esta desconfianza tiene efectos que van más allá de lo institucional. Según diversos estudios, más del 80% de los bolivianos desconfían de sus tribunales, un dato demoledor que evidencia la ruptura del contrato social más básico: la certeza de que existe un lugar imparcial donde se puedan hacer valer los derechos.

 

Dentro del sistema judicial crecieron redes de jueces, fiscales y abogados que actúan más por afinidad política que por mandato constitucional. Los consorcios de abogados, donde los fallos dependen menos de las pruebas y más de conexiones con magistrados, se han vuelto comunes. Rara vez gana el mejor abogado; casi siempre gana quien sabe a quién llamar, con quién compartir intereses o a quién invitar a cenar. Algunos analistas llaman a esto la “judicialización de la política”, que aquí se ha invertido en la politización absoluta de la justicia.

 

El caso de Jeanine Áñez es un ejemplo claro. Su condena a diez años de prisión fue calificada por Human Rights Watch y otras organizaciones internacionales como un “juicio político con forma legal”, con graves irregularidades procesales. Pero lo más revelador no es solo su encarcelamiento, sino el patrón que se repite: Luis Fernando Camacho, Marco Pumari, exministros y activistas han sido procesados con rapidez, mientras que los casos que involucran a aliados del poder avanzan con una lentitud desconcertante. Esta justicia selectiva no solo debilita la legitimidad de las instituciones, sino que convierte al poder judicial en un arma política donde perder una elección puede significar ir a la cárcel.

 

El Tribunal Constitucional Plurinacional se transformó en el símbolo más visible de esta degradación. Su fallo de 2017 que habilitó la reelección indefinida de Evo Morales, pese al rechazo popular en el referéndum del 21F, enterró cualquier ilusión de independencia. No fue un acto jurídico, sino de obediencia política, donde la conveniencia del poder primó sobre la voluntad ciudadana. En 2019, el Tribunal Supremo Electoral y la Fiscalía General ignoraron denuncias de fraude hasta que la presión social hizo imposible mantenerlas ocultas. Luego, con Luis Arce en el poder, la justicia se convirtió en la principal herramienta para perseguir bajo el relato del “golpe de Estado”.

 

Hoy parece vislumbrarse un cambio, o tal vez sea solo una nueva muestra del oportunismo judicial en toda su crudeza; solo el tiempo lo dirá. Los procesos contra los hijos del presidente Luis Arce, impensables al inicio de su mandato, evidencian que la justicia boliviana no actúa con independencia, sino como un mecanismo de supervivencia. A medida que se acercan nuevas elecciones, magistrados y fiscales buscan pactos silenciosos con posibles presidenciables, especialmente del Partido Demócrata Cristiano (PDC) y de la alianza LIBRE, asegurando protección y continuidad. No se trata del interés ciudadano, sino de preservar privilegios y un poder que funciona como herramienta política.

 

Las consecuencias económicas de esta politización judicial son profundas, aunque poco visibles en el día a día. La inseguridad jurídica aleja inversiones, aumenta el riesgo soberano y frena el crecimiento. Los inversionistas necesitan la certeza de que sus contratos serán respetados, sin importar quién gobierne. Esa certeza no existe cuando los tribunales cambian de criterio según el viento político. Bolivia ya enfrenta una deuda creciente y un estancamiento económico agravado por esta incertidumbre institucional.

 

El resultado es un poder judicial atrapado en su propio juego político. No responde al mandato constitucional de independencia, ni al clamor de los ciudadanos por justicia imparcial. Se mueve según la conveniencia, cambia de piel con cada gobernante y se aferra a pactos oscuros para sobrevivir. En este escenario, la justicia deja de ser un derecho y se convierte en un botín.

 

Mientras Bolivia se acerca a una segunda vuelta electoral, la justicia ya se acomoda a los posibles ganadores. Lo hace no para proteger a la gente común, que enfrenta retardación de procesos, extorsiones e inseguridad jurídica, sino para garantizar que sus propios privilegios permanezcan intactos. El futuro del país se juega otra vez en un tablero donde los dados están cargados: el poder judicial seguirá siendo árbitro parcial, juez interesado y parte encubierta. Una justicia así no solo traiciona la Constitución, sino que condena a la democracia boliviana a un ciclo interminable de sometimiento, oportunismo y desconfianza.

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