Los candidatos que aspiran a la presidencia de Bolivia caminan en círculos alrededor del mismo altar: el del extractivismo. En sus discursos, debates, entrevistas y propagandas, no hay bosque, no hay río, no hay selva, no hay cielo limpio ni animales silvestres. En sus palabras no hay árboles ni aire. Hay dólares, hay litio, hay carreteras que huelen a incendio, hay soya que avanza como plaga, hay minas que prometen maná, pero escupen mercurio.
A una semana de las elecciones del 17 de agosto, lo que debería ser una competencia de ideas para enfrentar no solo la crisis económica, sino también el colapso ambiental que amenaza con engullirnos, se ha convertido en una carrera de promesas recicladas y discursos envejecidos. Todos hablan de “salir adelante”, pero nadie dice si ese “adelante” significa más cemento sobre la selva o más pozos gasíferos o más mercurio en los ríos y contaminaciones en territorios indígenas.
¿Dónde están las propuestas para frenar los incendios forestales que cada año consumen millones de hectáreas? ¿Dónde está el plan para proteger el agua que se agota o se envenena? ¿Qué harán con la Amazonía boliviana, que ya sangra por todos sus flancos? Nada. Silencio. Omisión. O, peor aún, aplausos a los verdugos.
Los discursos de campaña parecen haber sido redactados por los directorios de las grandes agroindustrias. Se habla del litio como si fuera la salvación, sin detenerse un segundo a pensar qué pasará con las fuentes de agua, con la gente que vive en ellas, con los ecosistemas frágiles que no votan, pero que sostienen la vida.
La naturaleza no tiene voz en esta elección. No está invitada al debate. No aparece en los spots. Nadie la defiende de verdad. Y eso es aún más alarmante.
Los candidatos nos proponen una economía que sigue cavando su tumba. Dicen que la solución está en producir más, exportar más, explotar más. Que hay que convertir el país en una fábrica de commodities sin alma. No hay visión de país con bosques vivos, con agroecología, con energía limpia, con aire respirable, con pueblos indígenas con derechos. No hay imaginación política, solo repetición de fórmulas que ya fracasaron.
Es una ironía cruel que en un país que presume de su diversidad biológica, sus líderes la ignoren sistemáticamente. Es un crimen de lesa patria que la Pachamama solo aparezca en ceremonias folclóricas, pero no en las políticas públicas.
La campaña electoral ha dejado claro que, para la élite política boliviana, la naturaleza es apenas un decorado para selfies o un recurso más para beneficiar a los que la vienen destruyendo desde hace tiempo. No la ven como un sujeto de derechos, ni como una urgencia ética, ni como una garantía para el futuro de las actuales y nuevas generaciones.
Nos están vendiendo un país sin árboles. Un país sin agua. Un país donde la economía se mide en toneladas de desmonte. Y lo peor es que lo hacen con entusiasmo, con pancartas y con caravanas.
La naturaleza no vota, pero agoniza. Y si nosotros no alzamos la voz por ella, el silencio terminará por convertirse en un acto de complicidad.
Ya lo dijimos: la naturaleza no vota. Y ahora podemos añadir otra certeza inquietante: tampoco vende votos. Al menos no lo suficiente como para ocupar un lugar digno en las campañas de quienes pretenden dirigir Bolivia en los próximos años.
Los candidatos han convertido el silencio ambiental en una política no escrita. El bosque no figura en sus planes. La agenda verde ha sido arrinconada.
Algunos, aseguran que con una mejor “gestión” del mismo modelo económico —ese que ha convertido millones de hectáreas en polvo y humo— bastará para salvar al país. Pero cuando se aventuran a hablar de datos, tropiezan con errores grotescos o maquillan las cifras como si fueran parte de una feria de vanidades. No mencionan que gran parte de la deforestación ocurre en tierras privadas o empresariales. Tampoco dicen qué piensan hacer con los incendios que se multiplican en esos territorios.
Otros, con aroma a pasado reciente, ensayan frases dulzonas sobre la tierra y la vida, pero se cuidan de no incomodar a las redes de poder que destruyen a nombre del desarrollo. Hablan de minería “responsable” como si el simple adjetivo lavara el mercurio, los ríos contaminados y las tierras comunales entregadas como dádivas políticas. Prometen innovación, pero se les cae la máscara con solo escarbar un poco.
Los más audaces se pintan de verde por primera vez, aunque no les pega el color. Mezclan mal las palabras “bosque” y “negocio” en una receta que parece escrita por una aplicación de inteligencia artificial sin conocimiento del país. Prometen milagros financieros con bonos de carbono, pero evitan decir lo esencial: que, sin detener el desmonte ni los incendios, no habrá árbol ni crédito que nos salve.
Y están los que se autoproclaman salvadores climáticos mientras piden más inversión en gas, como si se pudiera descarbonizar echando más leña al fuego. Hablan de biocombustibles como solución mágica, ignorando que eso solo engordará el monstruo del monocultivo. Prometen reforestaciones millonarias, pero no saben (o no quieren saber) que, sin detener la raíz del problema, los árboles que planten se convertirán en cenizas antes de que crezcan.
El litio, por su parte, se ha transformado en la nueva promesa. Todos lo invocan como si se tratara de un maná moderno. Pocos se detienen a pensar qué tipo de futuro construimos si a cambio de baterías sacrificamos lagunas, comunidades y ecosistemas enteros. No hay una sola palabra sobre los costos sociales y ecológicos de esa fiebre blanca.
A días de la elección, lo que queda claro es que nadie está dispuesto a romper con el modelo depredador. Todos, en distinto tono, recitan versiones adaptadas del mismo evangelio: más extracción, más exportación, más territorio entregado al capital.
La transición ecológica no aparece en el radar. Ni siquiera como aspiración. Ni siquiera como mentira bien contada. Se habla de futuro, pero se piensa con la lógica de los años noventa. Se ofrece humo mientras el país arde.
Y lo más doloroso es que detrás de cada hectárea desmontada, hay una vida que se pierde. Un animal que huye. Un río que se muere. Una comunidad que resiste sola. Un aire que se envenena.
La naturaleza, insisto, no vota. Pero no lo olvidemos: sin ella, tampoco podremos hacerlo nosotros por mucho tiempo.