A pesar de que las encuestas sugieren que una oposición unida podría alcanzar la victoria, la realidad muestra una atomización impulsada por intereses personales que amenaza la gobernabilidad del país. La llamada “derecha” boliviana se presenta como un archipiélago de caudillos, donde la división no es ideológica, sino una colisión de personalismos estratégicos.
Este fenómeno se evidencia en sus principales figuras. Samuel Doria Medina, quien lidera las encuestas (Unitel, 2025), se postula como un empresario exitoso ajeno a la política, una ficción que se desmorona ante sus seis candidaturas presidenciales y su pasado como ministro de Estado. Su promesa de una gestión puramente técnica es un argumento que asume, erróneamente, que gobernar un país es análogo a dirigir una empresa, ignorando las complejidades sociales que no figuran en un balance contable. Jorge “Tuto” Quiroga se presenta como un estadista experimentado, pero permanece anclado a la defensa de su gestión pasada, negando el retrovisor incapaz de proponer una visión de futuro. A su vez, Manfred Reyes Villa recurre a un pragmatismo demagógico con propuestas económicamente contradictorias que subestiman al electorado (Fernández Salguero, 2025).
El objetivo táctico de esta división no es construir un proyecto de país, sino maximizar la obtención de escaños parlamentarios. Las proyecciones anticipan un congreso con fuerte presencia opositora (Durán Chuquimia, 2025), convirtiendo las bancadas en el principal capital para la “política de acuerdos” post-electoral, una dinámica ya observada en ciclos anteriores (Mayorga, 2005).
La estrategia opositora se asemeja a un juego arriesgado, donde cada candidato compite por ser la opción más viable para una segunda vuelta, confiando en que los demás se alinearían por necesidad. Sin embargo, esta apuesta podría ser suicida si el electorado descontento los percibe como “lo mismo de siempre” y opta por una figura de renovación.
En una probable segunda vuelta, es esperable que las fuerzas opositoras se unan contra su adversario común. Aunque comparten una base ideológica, esa alianza sería frágil: el reparto de cargos (“cuoteo”) priorizaría lealtades partidarias sobre la presidencial. El resultado sería un gobierno fragmentado, como ya se observa en Argentina, donde el Congreso aprueba leyes que el presidente luego veta.
Incluso en un escenario de victoria, el gobierno nacería de un pacto transaccional basado en el “cuoteo” de ministerios. Un poder forjado en la ambición individual, y no en un consenso programático, está destinado a ser paralizado por las mismas tensiones personalistas que hoy dividen a la oposición.