Ni Mileitos ni Buquelitos. Se buscan estadistas

Ni Mileitos ni Buquelitos. Se buscan estadistas

Este apacible y casi somnoliento domingo, me permito iniciar con una afirmación que podría parecer provocadora, aunque cuenta con un sólido respaldo histórico: la salida a la profunda crisis económica que atraviesa el país es, esencialmente, política. Esta hipótesis, sin embargo, desafía las creencias comunes que atribuyen la responsabilidad del deterioro económico –escasez de dólares y combustibles, inflación, y otros desequilibrios macroeconómicos– a los propios actores políticos actuales. En particular, a aquellos que, habiendo detentado el poder, tomaron decisiones erradas, demostraron desdén por lo público y, en no pocos casos, hicieron un uso indecoroso del erario estatal.

No cabe duda de que la crítica al manejo político de la economía reciente es ampliamente justificada. A pesar de que las dos últimas décadas estuvieron marcadas por una bonanza excepcional, también fueron años de una alarmante escasez de ideas, visión de futuro y, sobre todo, de un compromiso ético con el país. La actual crisis se originó como un desequilibrio en la balanza de pagos, derivó en una crisis fiscal y, posteriormente, se transformó en un brote inflacionario que agrava los ya severos desajustes macroeconómicos en Bolivia. No es la primera vez que el populismo de izquierda en nuestro país confunde una burbuja de consumo –sostenida por ingresos extraordinarios provenientes del sector externo– con un auténtico proceso de desarrollo económico integral.

Aunque el contexto institucional, social y económico actual es marcadamente distinto al de décadas pasadas, la experiencia de mediados de los años ochenta sigue ofreciendo valiosas lecciones. En aquel entonces, Bolivia enfrentó una crisis económica comparable, cuya expresión más severa fue la hiperinflación, considerada una de las primeras del mundo en manifestarse sin que mediara un conflicto bélico. En suma, la historia ya nos ha colocado en una situación similar, y ahora, una vez más, se requieren soluciones firmes y estructurales. No necesitamos imitar a los vecinos argentinos o buscar inspiración en Centroamérica para proponer soluciones.

Afortunadamente, el andamiaje conceptual y práctico de nuestra historia económica ofrece referencias claras sobre cómo enfrentar una crisis como la actual, al menos en el corto plazo. Es evidente que el aparato estatal ha adquirido dimensiones desmesuradas, operando con ineficiencia y niveles preocupantes de corrupción. Se impone, por tanto, una agenda de racionalización del gasto público: cerrar empresas estatales deficitarias, privatizar otras, reducir el empleo innecesario en la administración pública, eliminar gastos superfluos y, quizás el mayor reto, desmontar de manera gradual y escalonada los subsidios a los hidrocarburos.

Asimismo, se requiere un “shock” de ingresos: Bolivia necesita ampliar su base tributaria y mejorar la eficiencia recaudatoria. Una estrategia posible sería reducir las tasas impositivas para fomentar el cumplimiento, al tiempo que se formaliza la economía y hacer que los nuevos ricos (cocaleros, cooperativistas mineros, gremiales gigantes) paguen impuestos. Paralelamente, es imperativo restablecer un régimen de tipo de cambio flexible con intervención del Banco Central, similar al esquema del bolsín, que tan buenos resultados ofreció durante la década de 1990.

Además, debe promulgarse una normativa que limite de forma efectiva la expansión del gasto público, mediante techos presupuestarios y un marco institucional que refuerce la responsabilidad fiscal. Es absolutamente indispensable restablecer la autonomía del Banco Central de Bolivia, permitiéndole recuperar una política monetaria sana y desvinculada de la financiación sistemática del Tesoro General de la Nación. La liberalización de mercados y el fomento a las exportaciones deben también formar parte central de esta estrategia de estabilización.

En definitiva, existe un menú de políticas económicas de emergencia y corto plazo que podrían implementarse mediante un enfoque de shock o de forma gradual. Sin embargo, cualquiera que sea la modalidad elegida, los efectos sociales serán significativos.

Aquí es donde la política cobra su verdadero protagonismo. Basta recordar la experiencia de la Unidad Democrática y Popular (UDP), bajo el gobierno de Hernán Siles Suazo, para comprender la relevancia de este componente. A pesar de los múltiples intentos –seis paquetes de estabilización económica, para ser precisos– no se logró controlar la crisis. Paradójicamente, el sexto paquete guardaba similitudes sustanciales con el Decreto Supremo 21060, que luego sería exitosamente implementado por el presidente Víctor Paz Estenssoro.

La lección histórica es clara: no basta con tener la solución técnica; se requiere también una ingeniería política sólida que permita sostener las decisiones, generar legitimidad y asegurar la apropiación ciudadana de las reformas.

A la luz de la experiencia de 1985, podrían delinearse cuatro condiciones sociales y políticas indispensables para implementar un proceso de estabilización exitoso: (1) gobernabilidad en la Asamblea Legislativa, (2) gobernabilidad en las calles, (3) una predisposición social al cambio económico, y (4) un liderazgo fuerte y visionario.

Vale recordar que, si bien Víctor Paz ganó las elecciones, no contaba con una mayoría parlamentaria. Supo, sin embargo, construir una compleja arquitectura de apoyo político en el Congreso, lo cual le permitió viabilizar su programa de reformas. En la coyuntura actual, dada la fragmentación política, no parece probable que un actor logre una victoria electoral contundente. En consecuencia, cualquier intento de reforma exigirá amplios acuerdos políticos que, por ahora, se vislumbran como distantes y difíciles, aunque no imposibles.

Durante la crisis de 1985, los sindicatos, particularmente la Central Obrera Boliviana, estaban debilitados tras haber participado en la cogestión del gobierno. Su capacidad de movilización era limitada, y la resistencia a las políticas de ajuste –incluido el despido de 30.000 trabajadores mineros– fue relativamente débil. En cambio, el escenario actual presenta a sindicatos y movimientos sociales más empoderados, organizados y con mayor capacidad de resistencia. Algunos grupos corporativos, como los productores de coca del Chapare, son un ejemplo de la complejidad que enfrenta cualquier intento de reforma estructural. Este es un desafío complejo que se debe enfrentar.

Del mismo modo, es importante considerar la disposición social al cambio. En los años ochenta, la población ya no toleraba más la hiperinflación. Hoy, si bien enfrentamos una crisis económica de gran profundidad, aún no se ha alcanzado un punto de saturación social generalizado. No parece existir, por el momento, una voluntad mayoritaria para aceptar ajustes drásticos y medidas impopulares. Esto es algo que debe tomar en cuenta a la hora del diseño del plan de ajuste.

Finalmente, pero no por ello con menor relevancia, está la cuestión del liderazgo. Víctor Paz Estenssoro, antes de conducir el plan de estabilización, había sido tres veces presidente. Su estatura como estadista era indiscutible. Con autoridad y una combinación de firmeza y sensibilidad política, lideró al país en uno de los momentos más críticos de su historia económica.

Quisiera equivocarme, pero en la actualidad no se vislumbra –ni en el oficialismo ni en la oposición– una figura con el temple, la visión y la legitimidad necesarios para encabezar un proceso semejante. Sin embargo, la historia suele enseñarnos que en los momentos más difíciles surgen líderes inesperados. Tal vez esa posibilidad sea, por ahora, nuestro principal consuelo.

 

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