Alfonso Cortez / Desde mi barbecho / Comunicador Social
Antes del largo feriado carnavalero, fui a mi oficina para recoger un par de películas que necesitaba rever como insumo para un proyecto literario que tengo en carpeta. Con los años, mi videoteca ha ido creciendo y tengo más de un centenar de cintas cinematográficas originales, documentales y otros audiovisuales que ya no veo con la misma frecuencia de antes, porque la oferta actual de los diversos servicios de streaming por suscripción es descomunal.
Al llegar a casa, recién me di cuenta de que el reproductor de videos no funcionaba —por falta de uso, supongo—. La otra opción sería verlos en mi computadora portátil. En ese momento, reparé que los últimos equipos ya no vienen con lector de discos compactos. No hubo forma de poder reproducir estos “modernos” cedés, y tampoco habría equipos reproductores para los otros formatos que hacen parte de esta preciada colección. Las nuevas tecnologías han desterrado a la virtual obsolescencia a las cintas y documentos audiovisuales.
Cada vez los objetos duran menos y permiten que los fabricantes vendan más porque hay una obsolescencia programada de todo lo que lanzan al mercado consumidor. En algunos casos, por demás justificados, se debe a la mejora en la calidad del producto; y en otros, es solo por una cuestión meramente económica. En ciertas industrias, con mayor astucia y necesidad de recambio, se imponen los “modelos” del año. Así que, aunque el producto siga resolviendo la necesidad para el que fue creado, un nuevo modelo lo arrincona en el gusto del cliente, y el nuevo y flamante reemplazo es el apetecido.
A raíz de esta experiencia, me puse a pensar en lo fácil que es perder buena parte de nuestra memoria como sociedad por la obsolescencia de los formatos de archivo. En la aparente abundancia de la era de Internet, habría una fragilidad de la memoria digital, colectiva e individual, que deberíamos cuidar. Si cada vez se digitaliza todo lo que hacemos y producimos, y no hay un soporte físico que lo respalde, porque hemos ido abandonando el papel u otros soportes, la conservación de nuestros datos —fotografías, videos, documentos, registros y un largo etcétera— debería preocuparnos debido a la obsolescencia programada donde están contenidos.
Piensen en los miles de videos y fotografías que ahora, con el celular, se pueden registrar. Antes, cuando estas imágenes se reproducían en papel fotográfico o DVD, conformaban álbumes familiares y videotecas que se heredaban de padres a hijos. Ahora, si no se tiene el cuidado de almacenar estos registros audiovisuales en discos duros externos o nubes que permiten acopiar una gran cantidad de archivos, la posibilidad de perder toda esa información es muy alta. Incluso, con toda la facilidad de sincronizar y guardar información en la nube de manera automática, esas copias de seguridad pueden ser inaccesibles por la protección de carpetas con contraseña o la falta de permisos para usos compartidos de quien funge como propietario.
En estos tiempos de memoria impalpable, los datos digitales son volátiles y frágiles. Además, necesitan de una conservación constante si queremos que sigan siendo accesibles. Como me pasó a mí, hay formatos de archivos que pasan de moda; hay obsolescencia en los propios formatos o pueden cambiar sus modos técnicos de acceso; y en algunos casos, las plataformas y redes sociales pueden cerrarse y los datos desaparecer, porque muchas de ellas son gratuitas y no hay ninguna responsabilidad contractual con los usuarios que confiaron en almacenar información en sus servidores.
Recuerdo que, cuando escribía mi diario en plena pandemia, decidí que algunas entradas del diario rescaten contenidos de las redes sociales, que son una suerte de diario público y que no están presentes en los medios tradicionales: memes humorísticos, frases avispadas, comentarios, materiales audiovisuales que se hicieron virales en ese tiempo, hechos y acontecimientos compartidos a nivel mundial. Esas expresiones de la gente frente a la crisis sanitaria y al confinamiento —espontáneas y naturales—, conforman una suerte de memoria cultural que ahora está en un soporte de papel y podrá ser leída en el futuro. De otra manera, esas vivencias registradas digitalmente se hubieran perdido en el inmenso universo del Internet. Si nos ponemos exquisitos, y extrapolamos algunas de estas reflexiones a nosotros mismos, nuestro propio cuerpo tiene una fecha de caducidad, una suerte de obsolescencia programada. Así que, habrá que vivir como si fuera el último día de nuestras vidas, o como quisiéramos ser recordados, o no.