Cuando el recuerdo habita en el pasado y nos encontramos en un presente que, de repente, abre los ojos, suele doler. Quizás porque no entendamos que todo ha cambiado. Hoy el mundo no es el que era antes de la pandemia, no porque haya sido el virus que se escapó de un laboratorio o se engendró en algún animal que alguien comió, sino porque pasaron cosas. Bolivia también hoy es otro país. Diferente al de finales del siglo XX, de donde emergen la mayoría de candidatos que proponen la solución a todos nuestros problemas, y más distinto aún al que vivíamos en aquellos años de extremos cuidados y barbijo permanente, de la toma de distancia, de aquel chisguete con el alcohol salvador y de los aviones que llegaban con vacunas y sin gente. Hubo cambios permanentes, tantos que hoy, cumplido un cuarto del nuevo siglo y en el mismísimo bicentenario de la patria, los candidatos a presidentes poco conocen.
¿Es esa desconexión con la gente, de la que hablan algunos, la que nos conduce a la apatía, al desamparo y al voto incierto e indeciso? ¿Es esa distancia permanente que el poder efímero deja al ciudadano tan chiquito por mirarlo de tan arriba y mientras más sube, más chico se ve? ¿Es esa falta de empatía que recorre los programas que nadie lee y a quien poco importa cuando se trata de emociones? ¿Abrazaríamos a los candidatos que tratan de reír para la foto?, ¿a cuáles, a quiénes?
Un alto porcentaje ya tiene asegurado en su mente el lugar de la cruz en la papeleta y otro alto porcentaje aún ni se imagina, porque espera tener mayor certidumbre. Pero más allá del acto democrático de la elección, los casi 8 millones de sufragantes siguen el día a día en otra frecuencia. Cada tanto se cruza con los sonidos de la campaña, con imágenes de colores de los partidos o agrupaciones que no recuerdan el nombre y con algunas voces conocidas que le llenan de promesas y que, por H o por V seguramente no podrán ser cumplidas.
¿A quiénes les hablan, cuando ‘hablan de la gente’?, ¿están seguros que ahí hay gente? En este juego del quién da más, se corre el riesgo que el país se vaya por un tubo y se nos escape de las manos. ¿El voto perdido será capturado por un candidato perdido? Una interrogante casi absurda, que dice mucho para quienes están en uno y otro lado del mostrador. Quien sintonice al país ‘desconocido’ tendrá más ventajas, pero quien encuentre las llaves en el momento oportuno, tal vez pueda pescar una estrategia que al menos ilusione. La esperanza es lo último que se pierde y con eso pareciera alcanzar, pero no.
Los índices de pobreza que hoy casi nadie mide siguen creciendo. Los porcentajes de jóvenes y no tanto, que buscan salidas en los aeropuertos, siguen creciendo. Las filas por nuevas oportunidades, así como para conseguir combustible, siguen creciendo. Las palabras vacías llenas de promesas, lo mismo. Por momentos se percibe que no están del todo preparados para esta Bolivia que surfea por la revolución tecnológica mundial, llena de recursos humanos y naturales des- aprovechados, con nuevos lenguajes y deseos hasta opuestos al de las viejas generaciones. El país periférico que necesita ser reconstruido con otras herramientas colectivas no está en los brazos de los oferentes. Aprender para luego saber escuchar requiere una disposición especial y lograr ver entrelíneas si este proceso 2025 se funde en la final de una etapa o se reencuentra con el nuevo tiempo de otro país, con otro relato y con un poder de otro momento a punto de reinventarse.
Perdidos como el voto extraviado, como quien no encuentra trabajo después de buscar desesperado, como la imposibilidad de visualizar herramientas para construir la cinta de Möbius que nos lleve a ningún lado. Bolivia, te fuiste (ya te alcanzaremos). Como el viajero que mira con ojos lejanos los paisajes por la ventanilla y la vida de los otros, perdió el rumbo. Debe estar en el camino que recorre, con la ilusión erguida, mirando afuera, parpadeando, teniendo en su interior la solución de todos sus problemas.