En los últimos años, Argentina se convirtió en un verdadero laboratorio político y económico que despierta tanto fascinación como alarma. Tras décadas de endeudamiento, emisión descontrolada y una inflación que parecía inagotable, surgió Javier Milei como una figura libertaria que prometía cambios radicales: dolarizar la economía, reducir drásticamente el tamaño del Estado y devolver al mercado su protagonismo histórico. Su llegada generó eco más allá de sus fronteras, e incluso algunos aspirantes bolivianos vieron en él un ejemplo a seguir.
Pero, a menos de un año de gestión, esa ilusión comienza a resquebrajarse. Si bien la inflación mostró signos de moderación, el costo social ha sido alto: el hambre y la desigualdad se han profundizado, y muchas familias luchan por llegar a fin de mes. La sostenibilidad del modelo libertario, que sus seguidores idealizaron, empieza a mostrar grietas difíciles de ignorar.
En Bolivia, ese experimento provocó una reacción peculiar. Durante meses, los candidatos presidenciales buscaron fotografiarse con Milei, convencidos de que su discurso antisistema podía rendir dividendos políticos. Hoy, esa admiración se diluye en el silencio. Tras casi dos décadas de neoestatismo, las promesas de soberanía económica derivaron en un Estado sobredimensionado, empresas ineficientes y dependencia de la renta extractiva. Hoy, la caída de reservas, la escasez de divisas y la corrupción evidencian el agotamiento de un modelo sin equilibrio ni resultados sostenibles.
Negar toda intervención estatal sería caer en el anarquismo económico, esa doctrina de libertad absoluta que lleva a la inexistencia del Estado. En el extremo contrario, el socialismo radical pretende suprimirlo por completo. Ambos polos comparten un defecto común: desconocen la necesidad de equilibrio. El intervencionismo estatal no es una herejía económica, sino un mecanismo que, bien aplicado, garantiza justicia social, estabilidad y protección de los más vulnerables. El Estado debe intervenir en la legislación laboral, los salarios, la seguridad social y la regulación de monopolios, pero esa intervención solo tiene sentido si se sustenta en capacidad técnica y honestidad. Con gobiernos incapaces o corruptos, el intervencionismo degenera en ruina.
El falso debate entre izquierda y derecha en Bolivia ha simplificado el pensamiento económico hasta volverlo caricatura. “Derechista” se usa como sinónimo de explotador; “zurdo”, como insulto a la inteligencia o la productividad. Así, los políticos discuten etiquetas en lugar de políticas, y el ciudadano queda atrapado entre consignas vacías. El verdadero problema no radica en cuánta intervención estatal debe haber, sino en quién y cómo la ejerce. Un Estado deshonesto es tan peligroso como un mercado sin reglas.
Bolivia no enfrenta una disputa ideológica, sino una crisis de gestión y confianza. Tanto los proyectos de izquierda como los de derecha, cuando se vuelven populistas, terminan reproduciendo los mismos errores: concentración de poder, desprecio por la técnica, uso electoral del gasto público y manipulación del malestar ciudadano. En ese espejo deformante, los extremos se tocan.
El populismo, sea de izquierda o de derecha, comparte un mismo truco: dividir el mundo en pueblo y élite. En Bolivia, unos acusan a los empresarios de ser enemigos del pueblo, otros culpan al Estado de frenar el desarrollo. Pero ambos esquivan la raíz del problema: la debilidad institucional. Sin justicia independiente, sin transparencia y sin meritocracia, ningún modelo económico, ni el más liberal ni el más estatista, puede prosperar.
El populismo de izquierda, que enarbola la bandera de la redistribución, ha confundido inclusión social con clientelismo. En su afán de mantener apoyo, distribuyó subsidios y prebendas sin generar productividad. El populismo de derecha, en cambio, promete libertad económica, pero suele convertirla en privilegio para pocos. Detrás de sus discursos meritocráticos se esconden redes empresariales que buscan protección del Estado, no competencia real.
El premio Nobel de Economía Jean Tirole sostiene que el mercado y el Estado no son competidores, sino complementos: el primero garantiza eficiencia e innovación; el segundo, justicia y estabilidad. Pero para que ambos funcionen, deben existir reglas claras, instituciones fuertes y un sentido ético de lo público. Cuando la política se reduce a una guerra de etiquetas, se pierde de vista lo esencial: la gestión del bien común.
La experiencia boliviana demuestra que subvencionar empresas públicas sin evaluación técnica ha sido un error monumental. La industria subsidiada se vuelve dependiente y mediocre, mientras el Tesoro se vacía. Pero reducir el papel del Estado a cero tampoco es solución. Los servicios esenciales como el agua, la energía y la salud no pueden quedar al arbitrio del lucro privado. La clave está en delimitar con precisión dónde debe actuar el Estado y dónde debe retirarse.
El populismo de Evo Morales y el de Milei comparten una tentación: ofrecer respuestas simples a problemas complejos. Ambos prometen redención, uno mediante el control absoluto del Estado y el otro mediante su demolición, pero la historia enseña que ningún extremo genera prosperidad sostenible. El verdadero progreso surge del equilibrio, de políticas que combinen disciplina fiscal, libertad empresarial y justicia social.
Las redes sociales han agravado esta falsa dicotomía. En lugar de debatir ideas, se intercambian insultos. Los líderes prefieren viralizar frases provocadoras antes que presentar planes de gobierno. Así, la esfera pública se degrada en espectáculo, mientras la economía se hunde. El ciudadano, atrapado entre el fanatismo y la indiferencia, termina por desconfiar de todo.
Bolivia no requiere más discursos ideológicos, sino instituciones sólidas, políticas basadas en evidencia y líderes pragmáticos. Ni el mercado ni el Estado, por sí solos, garantizan progreso. El país necesita un pacto que combine regulación honesta, competencia transparente y una ciudadanía que exija rendición de cuentas. Solo así podrá superar el falso dilema ideológico que lo mantiene atrapado entre la demagogia y la improvisación.