Durante los últimos veinte años, los resultados de las elecciones fueron absolutamente previsibles, el predominio del MAS y la debilidad de los partidos opositores marcaban la tendencia ratificada con los sucesivos triunfos del Movimiento al Socialismo con mayorías absolutas; en cambio, en las elecciones que se avecinan en los próximos días, los resultados son verdaderamente imprevisibles. Recordemos que una de las premisas básicas de la democracia es la afirmación de “certeza en las reglas e incertidumbre en los resultados”; esto significa, para los comicios del 17 de agosto, que se prevén mínimas certezas en medio de la precariedad institucional, y una elección pluralista con posibilidades de alternancia en el poder.
Así, el Órgano Electoral con bastantes tropiezos internos y ataques externos, está realizando denodados esfuerzos para garantizar las condiciones para la realización de las elecciones y tratar de recuperar la confianza de la ciudadanía que; por su parte, genera una serie de iniciativas propias para controlar el proceso.
El viraje respecto a la habitual configuración del tablero electoral es consecuencia de varios factores estructurales y coyunturales. En primer lugar, la crisis económica y la debacle de la gestión económica del MAS, cuyos primeros indicadores se reflejaron a mediados de la anterior década; sin embargo, eclosionaron en los últimos años afectando de manera directa a las condiciones de vida de la población, y se expresan de manera flagrante en la elevación de la canasta familiar, la escasez de dólares, productos importados y combustible, el cierre de empresas y el desempleo, entre muchas otras; por estas razones, se ha generado una gran expectativa en la población respecto a las “propuestas de solución” que ofertan los actuales candidatos, sobre todo opositores al actual gobierno.
En segundo lugar, las secuelas de la erosión política que provocó el propio partido de gobierno y explosionó entre 2016 y 2020, que han afectado sustancialmente al MAS, y en particular, a su principal líder que en su momento abandonó no solo la presidencia, sino también el país. Las consecuencias fueron la irremediable división interna en varias facciones; la presencia de candidaturas en franca disputa frente a la imposibilidad de rearticular al bloque oficialista, y que, al menos en las encuestas de opinión, no logran remontar el voto ciudadano.
Por su parte, la oposición ocupa un sitial privilegiado en relación con otros momentos electorales, sin embargo; no está afincada en partidos políticos sólidos, sino en liderazgos personalistas que pugnan entre sí por los primeros lugares de la preferencia electoral, dejando en la población una gran pregunta y preocupación respecto a lo que podría ocurrir el día después de la elección, o cuando el próximo gobierno asuma el mando del país. Los porcentajes previsibles no alcanzan para una gobernabilidad plena y será necesario acudir a acuerdos políticos y sociales para sostener la futura gestión de gobierno.
Finalmente, la dinámica de la sociedad boliviana ha mutado sustantivamente desde inicios de siglo, debido al cambio en los factores de poder económico y social. La presencia de importantes sectores cuentapropistas, la cooptación de los clásicos movimientos sociales por parte del poder político, y la incorporación de Bolivia en el mundo de la interacción digital, marcan una nueva tendencia. El gran desafío actual para los candidatos es intentar representar esa nueva realidad en el mundo de la política democrática y trasladar estas preocupaciones al terreno de la deliberación y de una gestión pública eficiente y transparente.
Por tanto, lo que está en juego en esta elección, es justamente la reconfiguración del sistema político, y la capacidad representativa de esta nueva realidad.