En el transcurso de la historia humana, la estupidez siempre apareció en dosis abundantes y mortales y en formas tan variadas como el orgullo, la vanidad, la credulidad, el temor, el prejuicio o, simplemente, la estulticia propia de los necios. Su marca siempre fue la sosería y la inteligencia menguada.
Muchos tienen miedo de hablar sobre la estupidez por temor a ser asociados a ella o porque no la tomamos en serio o porque, aunque no lo queramos reconocer, nos da miedo ser estúpidos o ser encasillados como tales. La estupidez es innata a los seres humanos. Todos somos, a nuestra manera, algo estúpidos. La tontería, la imbecilidad, la incapacidad, la torpeza, la vacuidad, la estrechez de miras, la fatuidad, la idiotez, la locura, el desvarío están presentes a diario en nuestras decisiones. Así de peligrosa es la tiesura.
Por eso es preciso aclarar algunos temas de fondo desde el principio. Primero, algunos nacen estúpidos y contra ello no se puede hacer mucho. Y me refiero a la incapacidad de ubicuidad, de comprensión de contextos sociales y hasta, incluso, de una incapacidad mental para la construcción positiva de una sociedad desde las acciones básicas y cotidianas. De ser un ciudadano que apoye y construya cohesión social se opta por ser de manera decidida una persona que destruye todo a su alrededor. Ojo, tampoco estoy hablando de una falta de escolaridad o de educación o de una lamentable falla genética. Estoy hablando de un individuo que simple y llanamente es estúpido en todo sentido.
También están aquellos que alcanzan el estado de estupidez. Independientemente del transcurrir de sus vidas, en algún momento creen merecer ese grado y se diferencian del resto, precisamente, por sus estolideces regulares las mismas que pasan a ser su sello personal. Son los estúpidos rígidos. O aquellos con aires “de grandeza” que se hacen daño a ellos mismos con sus malas decisiones hasta agredir al prójimo, creyendo que obtendrán rédito o ganancia social, política o económica. No se dan cuenta que de algo estúpido, sólo puede resultar algo risible.
Luego, están aquellos a quienes la estupidez se les adhiere. Como un contagio. Como una gripe que termina siendo parte de un estado mental que embiste todo el tiempo las vías respiratorias de la inteligencia básica. Su principal víctima es el sentido común. Esta debe ser la más habitual de las estupideces porque son el resultado de herencias culturales, taras y prejuicios colectivos, formaciones identitarias extremas o la adhesión a ideologías desquiciadas como el leninismo, stalinismo, castrismo, madurismo, putinismo, masismo, trumpismo o el temible islamismo radical. Todos, por lo general, presentan ese síntoma clarísimo de una soberana estupidez humana asociada a una colectividad muy destructiva.
Lo preocupante es que también es el resultado de un duro esfuerzo personal para sobresalir de alguna manera en la arena política o la farándula social. Hacen el papel del tonto útil y, generalmente, son los últimos en saberlo, y uno se resiste a ponerlos de sobre aviso, ya que esa estupidez sumada a la ignorancia hacen un cóctel brutal para desgracia de todos. Se vuelven virulentos, agresivos, torpes y no cejan en hacer daño. Y acá, la lista, lamentablemente, en nuestro país, es muy nutrida
Más allá de este análisis arriesgado, la gravedad de estos dislates se multiplica peligrosísimamente cuando estos balandrones que detentan el poder coyuntural adoptan decisiones que afectan a un país entero y minan el futuro a corto y mediano plazo, de toda una sociedad, simplemente, por sus asnadas. Y es esta clase de estupidez a la que estamos todos llamados – como sociedad que construye pensamiento crítico -, a combatirla desde nuestras áreas de influencia. Grandes o pequeñas. No importa. Se deben desnudar y rectificar por el bienestar de todos y no de unos cuantos bobalicones.
Nos ahogamos en humo y fuego, destrozamos la matriz energética de Bolivia, coartamos el desarrollo del emprendedurismo y la innovación del sector privado para montar un estatismo corrupto y nefasto; perseguimos, encarcelamos, nos inventamos nombres plurinacionales y hasta perdemos la medalla presidencial en un bulín. Todo, gracias a la estupidez de unos cuantos en desmedro de todo un país. Y, además, con pizarra digital y transmisión televisada a nivel nacional, algunos, creen no hacer el ridículo, cuando en realidad, perdieron hasta la dignidad, por culpa de su estupidez.
Entonces, la estupidez existe y nos puede afectar a todos, por eso es preciso sacudírsela permanentemente para no tener que deplorar males mayores, porque es más dañina que la propia maldad. Pura y dura.
Javier Medrano, Periodista y Cientista Político