El gobierno de Paz Pereira ha cumplido apenas 35 jornadas, el casi 2% de los 1826 días de su mandato. O sea, es un gobierno wawita de pecho. Pero en Bolivia el tiempo político no corre: vuela. En este primer mes y poco, el nuevo mandatario ha descubierto que gobernar después de un populismo largo y cansino es como recibir una casa en herencia donde el testamento promete “una joya arquitectónica”, pero al abrir la puerta uno se encuentra una ciénaga fiscal, un sótano lleno de deudas y ratas y un gato con pulgas biónicas que maúlla “default” en tono menor.
Como era previsible al descubrir la magnitud del deterioro institucional, el diagnóstico económico y la narrativa gubernamental fueron descarnados. El poder Ejecutivo, con justificación técnica y política, no escatimó en calificativos severos, “Estado cloaca”, “Estado muerto” y otros que, por pudor dominical, mejor omito, para describir la situación heredada. En tal contexto, era inevitable que una autopsia tan cruda de la crisis elevara las expectativas sociales: cuando se anuncia poco menos que un apocalipsis, la ciudadanía exige no explicaciones teóricas, sino reparaciones visibles y de inmediato.
Pero, realizado el diagnóstico y hecha la denuncia, queda la ingrata, aunque ineludible, tarea de enfrentar los problemas y reconstruir un horizonte de esperanza, para que el consuelo nacional no se limite a llorar sobre una “tumba infecunda”. Como en una torre de control aeroportuaria, el gobernante entrante se encuentra frente a un panel con tres relojes cuyo tic-toc implacable ordena su agenda y condiciona su margen de maniobra: el reloj económico, el reloj social y el reloj político.
Y aquí no cabe, por desgracia, la hermosa súplica de los míticos Los Panchos, “reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer”, pues en la política real los relojes no solo marcan las horas: aceleran, presionan y, a veces, sentencian.
La economía, por supuesto, es el reloj más impaciente. Bolivia vive una estanflación que recuerda, salvando proporciones, a esos momentos históricos en que los países descubren que la fiesta populista siempre llega con un chaqui mortal: Argentina a fines de los ochenta, Perú en 1990, incluso la Bolivia de 1985. En esos episodios, la gente aprendió que el gradualismo puede ser tan eficaz como una cucharilla para apagar un incendio. Pero también aprendió que los shocks sin colchón social tienden a durar lo mismo que la paciencia de una familia en colas de gasolina: muy poco. Esa es la encrucijada de Paz Pereira: decidir cuánta audacia aplicar sin que el paciente, la economía y la población, salte de la camilla.
Cuando la inflación devora los bolsillos, las filas por el diésel reaparecen y el empleo escasea, de poco sirve entonar a voz en cuello: “Reloj, detén tu camino porque mi vida se apaga; ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada”; la economía, a diferencia del bolero, no se conmueve, no suspende el tiempo y mucho menos modera su dureza por razones románticas.
El reloj político tampoco descansa. La fricción temprana entre presidente y vicepresidente transmite la sensación de que la orquesta aún no decide si tocar sinfonía o cumbia o bolero. Y la Asamblea Legislativa, que debería ser el taller donde se fabrican las leyes urgentes y los pactos, avanza con la parsimonia de un burócrata un viernes por la tarde. Todo mientras marzo de 2026, elecciones regionales y plebiscito anticipado sobre la gestión, se acerca como una alarma que suena cada día más fuerte.
El reloj político, en cambio, puede ser retrasado coyunturalmente mediante decisiones de alto impacto simbólico, como el apresamiento del expresidente Arce, acciones que no resuelven la estructura del problema, pero sí compran tiempo, ese bien escaso y precioso en toda transición gubernamental. En ese sentido, la súplica del bolero tiene un eco momentáneo: “Detén el tiempo en tus manos haz esta noche perpetua para que nunca se vaya de mí para que nunca amanezca”.
El reloj social, por su parte, vive su clásica luna de miel: ese breve periodo en el que 65 % de la población mira al presidente como si fuera una mezcla de galán de novela, salvador fiscal y psicólogo de pareja nacional. Pero la luna de miel, como todo interludio de pasión, dura lo que tarda la inflación en recordarle al consumidor que el salario ya no compra ni la mitad de los tomates que compraba hace un año. Cuando el bolsillo aprieta incluso el ciudadano más paciente empieza a preguntar si el gobierno piensa hacer magia económica o si solo está sacudiendo la alfombra.
La historia enseña, con la crueldad pedagógica de un viejo profesor, que los gobiernos exitosos en tiempos de crisis son aquellos que sincronizan los relojes: shocks bien dirigidos, gradualismos inteligentes, protección social visible y una coalición que, al menos por un tiempo, finja armonía.
Paz Pereira tiene legitimidad, respaldo urbano y una ventana de oportunidad que muchos envidiarían. Pero la ventana es estrecha, el viento entra fuerte y la casa heredada necesita más que aromatizante. En esta primera etapa, el desafío no es solo “hacer reformas”: es convencer al país de que esta vez sí habrá un antes y un después… y no otro capítulo de la telenovela económica donde siempre cambiamos de protagonista, pero jamás de argumento.
Mientras tanto, en la vieja radio de la sala, testigo fiel de hiperinflaciones, ajustes y promesas incumplidas, el bolero vuelve a girar como disco rayado: “reloj, no marques las horas…”. La melodía insiste con romanticismo obstinado, como si el tiempo fuera un funcionario sensible a la poesía, dispuesto a detenerse por compasión. Pero el reloj, maleducado y sin alma, sigue marcando, indiferente al bolero y al volumen, recordándonos que en economía y política no hay botón de pausa, solo música de fondo para el desvelo nacional.
