Tras la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2025, Rodrigo Paz Pereira, del Partido Demócrata Cristiano (PDC), se impuso sobre Jorge “Tuto” Quiroga, de la Alianza Libre. Los resultados desataron protestas en diversas ciudades. En Santa Cruz, manifestantes bloquearon el Cristo Redentor con neumáticos encendidos; en Cochabamba, marcharon hacia la plaza Cala Cala exigiendo transparencia; en Oruro, simpatizantes de ambos partidos se enfrentaron con gritos y lanzamiento de objetos; y en Sucre, se quemaron banderas del PDC frente al Tribunal Electoral Departamental. Jóvenes, adultos y personas mayores participaron, reflejando un descontento transversal y la sensación de injusticia.
Numéricamente, los resultados son contundentes: Paz-Lara obtuvo 3.430.458 votos (54,88%) frente a 2.822.152 (45,14%) de Quiroga-Velasco, una diferencia de 608.306 sufragios. Incluso en el voto exterior, la Alianza Libre perdió por 26.567 votos, equivalentes al 17,52%. Pese a ello, amplios sectores interpretaron la derrota como fraude. Esta percepción no surge en el vacío: se alimenta de la polarización social, de la desconfianza acumulada desde 2019 y de la influencia de encuestas previas que proyectaban resultados distintos.
Entre 2006 y 2018, durante los gobiernos de Evo Morales y del MAS, surgieron denuncias aisladas de fraude, centradas en referendos y elecciones específicas. Señalaron irregularidades en el padrón, manipulación de votos y parcialidad institucional. Observadores internacionales, como la OEA, no encontraron evidencia de fraude sistemático. Estudios académicos posteriores confirmaron que las anomalías eran locales y no alteraban los resultados generales. Figuras como Román Loayza denunciaron irregularidades en el referéndum revocatorio de 2008 y en la aprobación de la Constitución de 2009, aunque estas denuncias respondieron más a tensiones políticas que a pruebas concretas.
El fraude electoral de 2019 dejó una huella profunda. Ese año, el sistema de conteo rápido (TREP) se interrumpió por más de 20 horas justo cuando apuntaba a una segunda vuelta entre Evo Morales y Carlos Mesa. Al reanudarse, el conteo mostró una ventaja inesperada para Morales, otorgándole la victoria en primera vuelta. La auditoría de la OEA detectó manipulación de actas, alteración de bases de datos y vulneración de la cadena de custodia de votos. La crisis derivó en protestas masivas y la renuncia del presidente. Ese episodio alimenta la percepción de fraude que reaparece en 2025, aunque los mecanismos y los contextos sean distintos.
La percepción de fraude no depende únicamente de los números. La pertenencia a grupos culturales, económicos o geográficos, y la segmentación social, moldean la visión de cada ciudadano. En Bolivia, las “burbujas” digitales amplifican estas diferencias. Algoritmos de Facebook, TikTok y otras plataformas funcionan como arquitectos invisibles de la realidad política: los usuarios consumen contenido que confirma sus prejuicios y radicaliza opiniones. Así, cuando los resultados no coinciden con las expectativas de un grupo, la idea de fraude se vuelve casi inevitable.
La influencia de las redes sociales intensifica este efecto. Las burbujas digitales actúan como amplificadores de narrativas de fraude, donde los hechos se reinterpretan según los prejuicios de cada grupo. El acceso desigual a información verificada convierte la transparencia técnica en un recurso inaccesible para amplios sectores, reforzando la idea de manipulación. La confianza, más que la evidencia, se convierte en el verdadero eje de legitimidad, y su ausencia amenaza la estabilidad de cualquier proceso democrático futuro.
Las encuestas electorales también influyen en la percepción pública. Durante la segunda vuelta, Unitel e Ipsos Ciesmori proyectaban ventaja para Quiroga; Red Uno mostraba un panorama similar. Los resultados oficiales, sin embargo, dieron el triunfo a Paz-Lara. Esta divergencia genera frustración y desconfianza. No es que las encuestas sean falsas; su interpretación social puede distorsionarse por la memoria de 2019, la polarización y la exposición selectiva a redes sociales. Cuando la expectativa creada por un sondeo choca con la realidad, muchos ciudadanos perciben fraude, aunque no haya evidencia concreta.
La reacción social refleja un reto institucional: la legitimidad del voto no depende solo de la transparencia técnica, sino de que la ciudadanía perciba justicia y equidad en el proceso. En Bolivia 2025, todas las actas electorales están disponibles públicamente, y los partidos deben verificar al menos un control mínimo. Aun así, la desconfianza heredada del pasado y las percepciones polarizadas dificultan que estos mecanismos generen consenso inmediato.
La diferencia de votos y la claridad de los resultados deberían haber reducido las tensiones. Sin embargo, el recuerdo de irregularidades pasadas y la polarización política alimentan la narrativa de fraude. La percepción, más que los números, guía la acción social. Jóvenes y adultos participan en marchas, cuestionan instituciones y amplifican sus sospechas a través de redes sociales. Así, la idea de fraude se convierte en un símbolo de deslegitimación política, más que en una acusación basada en evidencia.
Este escenario también ofrece oportunidades. El nuevo gobierno puede estudiar el padrón electoral, verificar posibles irregularidades y fortalecer la institucionalidad democrática. Asimismo, permitirá que en futuras elecciones no se use la acusación de fraude como bandera política, consolidando la legitimidad del ganador. Para que la democracia funcione, los ciudadanos deben aceptar la validez del voto ajeno y confiar en la independencia de las instituciones, sin que la presión social ni la polarización distorsionen la percepción de justicia.
En definitiva, las protestas y denuncias de fraude en 2025 reflejan una fractura sociopolítica más profunda, construida sobre antecedentes históricos, tecnología, polarización y memoria colectiva. La democracia boliviana no necesita solo urnas limpias; requiere confianza social y reconocimiento de reglas compartidas. Mientras la percepción de fraude siga dominando sobre la evidencia, cualquier elección será cuestionada, por más clara que sea la victoria numérica. La legitimidad no se garantiza solo con cifras: se consolida con credibilidad, transparencia y consenso colectivo.
