En física, la ley de la gravedad es incuestionable: todo lo que sube, eventualmente baja, pero en Bolivia, los precios de la canasta familiar y los productos esenciales parecen haber roto esa ley elemental. Suben y se quedan arriba, como si estuvieran exentos de la fuerza gravitatoria que rige el resto del universo, cada visita al mercado confirma esta nueva “ley económica” boliviana: hoy cuesta más que ayer, y mañana, probablemente más que hoy, pero la pregunta es inevitable: ¿Por qué nadie lo detiene?
La inflación acumulada en Bolivia llegó al 5,95% entre enero y abril de 2025, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) aunque el porcentaje puede parecer moderado a simple vista, en el día a día tiene efectos devastadores sobre el bolsillo de la población, especialmente en los sectores de menores ingresos. Muchas familias bolivianas deben replantear su alimentación a un kilo menos de arroz, medio litro menos de leche, un almuerzo sin proteína y priorizar cantidad sobre calidad. Es una inflación que no solo afecta los números, afecta la mesa, la salud y la dignidad.
La reacción del gobierno, aunque visible en discursos, no ha sido efectiva en la práctica, se ha hablado de control social, de 11 medidas, de comités vecinales que monitorean precios en los barrios, pero la realidad desmiente cualquier efectividad. Los mercados siguen funcionando como zonas liberadas donde algunos comerciantes especulan a su antojo, en ausencia de controles firmes, todo se justifica: el transporte, la escasez, el dólar, la lluvia, el calor y en medio de ese mar de excusas, los consumidores simplemente pagan más.
A esto se suma una realidad que no se puede ignorar: más del 84% de los trabajadores bolivianos están en el sector informal, personas que trabajan sin contratos, sin seguridad social y sin garantías mínimas. La mayoría no gana ni siquiera el salario mínimo y, aun así, enfrenta los mismos precios que el resto, son quienes más sufren la subida de los alimentos, del transporte y hasta de los medicamentos.
No se puede seguir normalizando lo absurdo, no puede ser normal que un tomate cueste lo mismo que un litro de gasolina subsidiada, no puede ser normal que los precios suban cada semana, mientras el Estado observa desde la tribuna y apenas ensaya medidas simbólicas y definitivamente, no puede ser normal que un salario mínimo no garantice ni lo mínimo.
No podemos seguir permitiendo que la inacción y la especulación condenen a miles de familias a la incertidumbre y la pobreza, es momento de exigir a las autoridades que asuman su responsabilidad y establezcan mecanismos reales de control, la sociedad debe unirse para reclamar medidas concretas que detengan esta escalada insostenible. Si no actuamos ahora, lo que sube seguirá subiendo, mientras los más vulnerables pierden lo poco que les queda.