Las elecciones presidenciales del próximo 17 de agosto no deberían ser un fin, sino un medio para zanjar la profunda multicrisis que vive Bolivia. Las dos principales: la económica y la política, que además, son muy interdependientes. Es decir, no se puede solucionar la crisis económica sin resolver la crisis política y, viceversa. Las otras crisis, como la social, también se desprenden de las dos primeras.
La papeleta electoral que nos pondrán en las manos el domingo 17 de agosto tendrá nueve rostros, aunque aún es probable que puedan ser menos y hasta no se descarta que tres días antes algún candidato presidencial resulte sustituido por una renuncia o una sustitución forzada por alguna “operación” o maniobra de último momento, en la elección más extraña, atípica e imprevisible de la historia de la democracia boliviana.
Acechan como nunca antes diversas amenazas al proceso electoral. Desde un Presidente
como Luis Arce que candidatea, se baja dos veces de sus postulaciones, duda, calcula y no da garantías absolutas a la votación dentro y fuera del país, hasta un expresidente como Evo Morales que presiona al
TSE y a la justicia para forzar su candidatura, negocia su inclusión en algún binomio y moviliza a sus voceros para que extiendan la amenaza de un megaboicot a las ánforas y un bloqueo masivo de carreteras. Morales retrocede para avanzar. Y es indudable que dará pelea si su foto no aparece en la papeleta o si sus operadores parlamentarios no entran a las listas de los futuros legisladores.
No se ve tampoco muy seguro al Tribunal Supremo Electoral, que demora en zanjar conflictos de candidaturas, se enreda en sus propias internas y padece con la falta de dólares y la tardanza en los pagos estatales para asegurar la logística electoral. Las cumbres con todos los poderes del Estado y los partidos políticos habilitados no han construido el candado que tranque definitivamente el boicot a la votación. De los acuerdos políticos suscritos solo se avanzó con el lanzamiento del nuevo TREP, ahora llamado SIREPRE, y ni siquiera se ha podido promulgar una ley que obligue a los candidatos a debatir.
Es alarmante la indiferencia de los binomios y sus siglas para revisar el padrón electoral antes de ir a votar. Nadie ha respondido a la convocatoria para verificar su calidad y transparencia. Fracasaron los intentos de realizar una auditoría técnica y lo que sí abundan son las campañas irresponsables para desprestigiarlo. No nos sorprendamos que la noche del conteo aparezcan acusaciones de fraude, como ocurrió en anteriores procesos.
Lo único nuevo y pertinente, por ahora, son los llamados a implementar un sistema de control electoral. En ese contexto, el TSE ha anunciado que las del 17 de agosto serán las elecciones internacionalmente más seguidas y observadas de los últimos tiempos.
El desbarajuste de no tener absolutamente clara y cerradas ni siquiera la boleta electoral y las candidaturas más secundarias tiene una raíz: Bolivia vive un momento de tremendo desorden político, tras un ciclo marcado por una hegemonía que tuvo su comienzo, ascenso, apogeo y decadencia. Ese viejo orden se derrumba y provoca fuertes y hasta violentas detonaciones.
Caminemos hacia el 17 de agosto, aunque sea a los tropezones, pero sin olvidar que las elecciones no son un fin, sino un medio. El día después de la votación hay un reto: cómo construir un nuevo modelo de gobernabilidad para atender y solucionar la crisis múltiple que afecta a Bolivia.
Como ocurrió en otros momentos de la accidentada historia boliviana, ha comenzado un periodo de cierre de ciclo, de transición con desorden político y una inestabilidad que antecederán al nacimiento de un nuevo orden político, que sostendrá también a una nueva hegemonía. ¿Qué tiempo durará ese trance? ¿Qué tan duro o convulsionado será? ¿Lo aguantaremos todos? ¿Qué es lo que nacerá? Son algunas de las preguntas con las que caminaremos rumbo al 17 de agosto y con las que amaneceremos al día siguiente.
Por ahora, hay que llegar, aunque sea con los grandes tropezones al 17-A, y, además, siempre con la idea muy clara y asumida de que la votación de ese domingo no resolverá de ipso facto o per se la crisis múltiple de los bolivianos.
Una vez más, caminemos con el convencimiento de que la elección no es un fin, sino un medio. La votación no cierra la historia, sino que da comienzo a otro de sus capítulos. Es muy posible que el proceso sea ahora más largo y complicado, tomando en cuenta un inminente escenario de segunda vuelta entre los dos candidatos más votados. No queda mucho tiempo para que los principales binomios concentren para sí los votos y las condiciones para negociar alianzas antes del 17-A se han deteriorado.
Por lo tanto, llegaremos muy probablemente al día después del 17 de agosto con una Asamblea tan dispersa como la de ahora, pero ojalá que cualitativamente más preparada y responsable con Bolivia. Nada de lo que ofrecen los candidatos presidenciales en este momento avanzará si tampoco se estrena un modelo más eficiente de gobernabilidad. El reto el día después del 17-A será conseguirlo.