«Cada uno somos sembradores de paz» (Monseñor René Leigue, mayo 30, 2024)
Escribo estas líneas los últimos días de mayo, después de la festividad de Corpus Christi. Y aunque la celebración es privativa de la Iglesia Católica desde el siglo XIII cuando la promovió Santa Juliana de Lieja, las ideas tras el cuerpo y la sangre de Cristo se sostienen irredentas en el amor, el sacrificio y la paz.
El mensaje de Jesús a sus discípulos («Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. […] y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia» Mateo 28:19-20) resuenan en todas las denominaciones cristianas y el mensaje del Cristo es —debía ser— de permanente guía y orientación, más allá incluso de su religiosidad.
Un estudio de población de 2010 (Datosmacro) arrojó que más del 94% de la población boliviana profesaba alguna religión basada en la fe en Cristo Jesús (el LAPOP 2009 del Latinbarómetro calculó que la suma de católicos, evangélicos y protestantes era del 94,7%, similar a la de Datosmacro; el 96,4% si se adicionaban mormones), podemos suponer con bastante certeza —a pesar del sesgo de animismo y tradiciones “ancestrales” y de la política definitivamente antieclesial del Estado masista (aunque la CPE de 2009 en su artículo 4 declara que «El Estado respeta y garantiza la libertad de religión y de creencias espirituales, de acuerdo con sus cosmovisiones» y los reafirma en los siguientes artículos 21, 86 y 104, casi en la práctica letra mórbida)— que la variación negativa en la religiosidad nacional durante este período de orientación indianista no ha sido significativa porque en el período 1970-2010 el promedio de los adscritos a una fe cristiana (católicos, protestantes y evangélicos, estos dos últimos en sus diversas denominaciones) era el 96,37%, supondríamos que hoy una mayoría del total de población (alrededor del 90%) sigue considerándose cristiano, aunque su nivel de práctica y compromiso sea muy variable, y entonces podríamos considerar que el mensaje cristiano de amor, solidaridad/caridad y paz —parte indisoluble de las versiones de la Biblia para cada una de ellas, así como en el Libro del Mormón— estaría fijado en nuestra población, con independencia de la lengua que hable y del lugar donde nazca.
Entonces, ¿qué nos pasa? ¿Acaso ha sido también en nosotros el pecado de soberbia de los descendientes de Cam cuando deciden al llegar al Sinear (actual Mesopotamia) construir «una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo Así nos haremos famosos» (Génesis 11:4) que llevó a Yaveh a decirse: «confundamos ahí mismo su lengua, de modo que no se entiendan los unos a los otros» (Génesis 11:7)? No, definitivamente no.
Porque si esa falta de amor, de solidaridad y caridad y de paz —que en la Biblia alcanza cúlmenes en las parábolas del Buen Samaritano (Lucas 10:25-37) y de la Mujer Adúltera (Juan 8:1-11)— es la expresión de lo que Santiago (3:14-16) llamó «si te vuelve amargo, celoso, peleador, no te fíes de [esa sabiduría], que eso sería mentira. Esa clase de sabiduría no viene de arriba sino de la tierra, de tu propio genio y del demonio. Y donde hay envidia y ambición habrá también inestabilidad y muchas cosas malas», en contraposición con «la sabiduría que viene de arriba es, ante todo, recta y pacífica, capaz de comprender a los demás y de aceptarlos; está llena de indulgencia y produce buenas obras, no es parcial ni hipócrita. Los que trabajan por la paz siembran en la paz y cosechan frutos en todo lo bueno» (3:17-18), entonces nuestra falta de entendimiento —los masistas entre ellos y los opositores igualándoles en esos yerros, muchísimas veces contra sus cercanos— es expresión de una sabiduría parcial, hipócrita. Una falta de sabiduría de angas y de mangas.
Pueblo cristiano, pueblo de Dios —no importa la denominación religiosa a la que se adscriba—, el boliviano debe retornar a la enseñanza moral de fraternidad, solidaridad y paz, al entendimiento entre bolivianos, no importa qué afinidad ideológica o política tengamos. Sólo entonces no nos pareceremos a los hombres que quisieron falsamente edificar un edificio «que llegue hasta el cielo» —el templo Etemenanki, la Torre de Babel bíblica— pero terminaron dispersos e incomunicados a ras sobre el suelo. Como nos pasará —si así llegáramos— a fines de 2025.
P.d.: Soy neófito en teología, pero, como cristiano y opinante, comprendo la gravedad a la que nos abocamos (y la ceguera de quienes no quieren verla). Gracias.