Existe un concepto que se maneja la Universidad de Harvard – en su laboratorio de ciencias políticas - para abrir un posible camino que permita la reducción de una polarización extrema en un país y se denomina “coaliciones improbables”. La idea es descomprimir el conflicto llamando a voces internas neutrales de la propia sociedad que conduzcan al encuentro de diálogos posibles y de soluciones factibles. Estamos hablando de instituciones que no forman parte, necesariamente, del mapeo político extremo y habitual, sino a personajes e individuos notables como escritores, filósofos, intelectuales, académicos, incluso líderes sociales barriales y vecinales, con reconocida trayectoria de honestidad y credibilidad y sin afiliación política partidaria. Hablamos de hasta subir a la mesa a poetas y artistas con miradas diferentes. Con perspectivas más creativas, para la resolución de conflictos.
Parece un cuento de hadas. O el prólogo de un cuento de realismo mágico. Pero si prestamos un poco de atención, no es del todo descabellado que estos personajes sociales y culturales de alta credibilidad, no sólo sean puentes y mesas de diálogo, sino además, los pensadores de nuevas rutas “no tradicionales” de encuentro político y económico. A este camino la escuela de Harvard llama “coaliciones improbables”.
Y es que llega un momento en el que un país está tan hundido en una crisis, como es el caso de Venezuela y de Bolivia, donde los operadores políticos, de manera obstinada, obligan a millones de personas a aceptar que lo negro es blanco, lo malo es bueno y los perdedores son ganadores; que la hiperinflación es un invento y que la escasez de carburantes es por culpa de una sobredemanda, cuando en realidad, es todo lo contrario, que como sociedad debemos empezar a buscar soluciones alternativas y caminos de solución mucho más creativos, para sacar a la clase política de su entercamiento.
El poder de lucha contra la dictadura de Maduro, por ejemplo, que esta vez se inventó millones de votos para robar una victoria, está en manos de venezolanos comunes y corrientes que masivamente gritan por su libertad y provocan reacción en el mundo entero y en la comunidad internacional. No hay indiferencia cuando una persona igual que uno, levanta su voz de lucha y exige una solución a las partes.
Todo el peso de esa resolución a la gravísima situación venezolana, parecería que depende principalmente de esos ciudadanos de a pie, de esos artistas, escritores, pensadores, estudiantes, cantantes, vendedores de barrio, amas de casa que demandan una rápida salida. Ya no basan su esperanza en un Lula que hace cálculos políticos o en un Petro déspota, menos aún en un ratonil Arce, para que se sumen a la lucha de defensa de sus votos y así evitar un robo electoral monumental. La gente ya no espera nada de ellos ni de nadie. Sólo de ellos mismos. Saben que todo depende de ellos solos.
El robo es tan flagrante que se niegan a aceptarlo con todas sus fuerzas. Han estallado protestas en todo el país, incluso en lugares que antes se consideraban bastiones del régimen. Al menos 20 personas ya han muerto. Y seguirán muriendo asesinados en manos de las guarimbas maduristas y cubanas. Caracas, la capital, ahora es un estruendo de cacerolas, de madres en las puertas de las cárceles reclamando justicia para su hijos. De los hermanos y familiares expatriados. Las multitudes han derribado al menos seis estatuas del fallecido Hugo Chávez, a quien Maduro sucedió en 2013 como líder de la “revolución bolivariana”. Ahora todo depende de ellos y de las bases de soldados bolivarianos.
En medio de esta aparente irreconciabilidad extrema que generan esta profunda indignación, son posibles pequeños destellos de probables soluciones que puedan alcanzarse mediante un liderazgo transformador de las bases mismas de la sociedad. Y esos fulgores podrían provenir de las fuentes más improbables.
Es necesario machacar una y otra vez que los venezolanos están hasta el jopo – en términos caraqueños - de la ruina de su país que los chavistas y maduristas provocaron en menos de un cuarto de siglo de gobierno autoritario.
Bajo el gobierno de Maduro, la hiperinflación se disparó y la economía se contrajo en tres cuartas partes. La corrupción está enquistada y ha hecho metástasis. Los disidentes desaparecen en mazmorras. Una cuarta parte de la población (siete millones de personas) ha huido al extranjero.
El mundo, ahora sólo le puede ofrecer una cosa a los venezolanos: una salida segura para Maduro y sus secuaces más cercanos. Una vida cómoda en una playa brasileña o caribeña, posiblemente con inmunidad judicial. Eso indignaría a quienes quieren ver a Maduro enfrentarse a la justicia en La Haya, pero es un precio que valdría la pena pagar para evitar un derramamiento de sangre y empezar a reconstruir Venezuela.
Javier Medrano - Periodista y Cientista Político