Renovación y cambio no son lo mismo. El primero tiene relación con un proceso generacional que, a lo largo de un determinado tiempo, se fue educando, preparando, capacitando y, por supuesto, orientando para cuando llegue el momento clave para renovar los liderazgos viejos por unos nuevos. En las democracias sanas, incluso en las administraciones de empresas formales, es una obligación promover la renovación de liderazgos y de nuevas miradas para soluciones coyunturales o de fondo. Los enquistamientos, en cambio, son el camino más rápido hacia el desastre.
La gestión del cambio, por lo contrario, es un golpe de timón que obliga a sustituir unos liderazgos por otros, con la esperanza de que esos nuevos vientos, generen mejores resultados y equilibrios que se pudieron haber perdido por una mala gestión.
El problema de fondo ya sea para una renovación o para un cambio en los liderazgos políticos, radica en la extrema violencia política que se genera en el país –que fue, decididamente, impulsada por el masismo– y que torpedea cualquier proceso o de renovación o de cambio.
Somos políticamente violentos. Muy violentos. A causa de la indignación, la rabia y la ira por no tener certidumbres, esperanzas y bienestar social. Sólo hay una élite que siempre se beneficia de todo a costa de todos. Y ya de manera descarada y sin tapujos. La violencia se ve justificada por algunos sectores. Incluso, es preciso recordar, que el masismo llegó al poder con una sed de venganza, resentimiento y revanchismo, francamente, absurdos. Las consecuencias de toda esta insanidad mental, dividió al país y lo hizo más violento.
La muestra concluyente de este enorme despropósito fue la judicialización del quehacer de la cosa pública, la denostación marcada hacia todas aquellas personas que ejercieron o todavía ejercen su derecho político del disenso. Esta violencia política que degrada el accionar político y a los propios actores de agrupaciones partidarias y los pone en una disyuntiva moral: Seguir defendiendo sus ideales o preservar a su familia, su imagen y reputación pública. Claramente, es también una estrategia de miedo y persecución al puro estilo estalinista y muy propio de las tiranías como la de Putin, Ortega, Erdogan, Maduro, los hermanos narcotraficantes Castro y el evismo en Bolivia. Cómo se explica que una sola persona tenga 10, 12, 19 o muchísimos más procesos judiciales, inventados para amordazar, perseguir y encarcelar a los opositores.
Este detestable desvarío de poder y de virulencia radical hacia el ejercicio libre de la política también provocó otra severa distorsión y es la de compeler y constreñir el ejercicio mismo de la política como derecho constitucional. Es una violación a la libertad de expresión y de pensamiento. Se les niega a los bolivianos a ejercer un rol político activo. Y esta acción ha provocado que no se haya podido llevar adelante desde renovaciones de cuadros políticos, contar con nuevos liderazgos jóvenes, sino que hasta para los propios masistas, les resultó un severo escollo para tener nuevos líderes. “Yo soy el Mas y solo yo” es la consigna de un desquiciado Evo Morales que conlleva en sí misma, sin duda alguna, a la muerte de ese proyecto político tan nefasto de la historia democrática de Bolivia.
La segunda lectura que se puede extraer de esta enfermiza acción político-partidaria mafiosa del masismo, es la de preguntarse como sociedad boliviana, ¿cuál es el objetivo de que exista un partido político con esas características? Hace ya bastante tiempo que las agrupaciones políticas han dejado de representar a los ciudadanos. En especial a los jóvenes. Su distanciamiento y falta de credibilidad social es algo tan preocupante como urgente de resolver, y la actual sensación general de corrupción política propicia la desconfianza y la indignación, ampliando el divorcio entre los partidos y la sociedad.
Muchos ciudadanos se sienten incluso secuestrados en el ejercicio de sus derechos por unas organizaciones que monopolizan el poder y controlan a su antojo todos y cada uno de los niveles de gobierno, así como la composición de las más altas instituciones del Estado. Esta partitocracia limita sustantivamente el ejercicio real de la democracia, y los ciudadanos tienen poco margen en la práctica para decidir sobre la marcha de la sociedad.
Son numerosos los estudios en Latinoamérica que vienen evidenciando esta negativa percepción sobre los partidos asociadas casi en un 100 por ciento con la corrupción y el abuso de poder. En el último Índice de Percepción de la Corrupción publicado por Transparencia Internacional, Bolivia ha sido el país del mundo que más ha empeorado en su valoración relativa a la corrupción. Y no es para menos.
Esta evidente incapacidad de los partidos de llegar a un pacto o compromiso colectivo contra la corrupción y frente a las casi 25 semanas para las elecciones generales, vale la pena muchísimo, preguntarse como ciudadanos si ha llegado el momento de una arretranca hacia los políticos; de que los ciudadanos les exijamos a ellos este compromiso con la sociedad, y que controlemos si lo cumplen a través de nuestro voto en las elecciones, que es de las pocos instrumentos –por no decir el único– que tenemos para hacer algo que pueda influir sobre los partidos.
Porque no tengo la menor duda de que los que sí se han quedado solos son los partidos políticos y sus clases dirigenciales. El oficio de político siempre ha tenido mala fama porque atrae a muchos arribistas y advenedizos a los que el poder corrompe. Sin rigores meritocráticos en la selección, no siempre llegan los mejores, y muchas veces sí llegan los peores.
Pero el oficio también da cuenta de una lista –cortísima– de políticos capaces, de líderes honestos, y, excepcionalmente, de estadistas, que lideraron procesos de crisis o transformación que marcaron la historia. Sea con políticos buenos, regulares o malos, capaces o mediocres, la actividad política es imprescindible en la convivencia civilizada de una sociedad democrática.
En la democracia es la política la que regula las reglas de acceso al poder, la que articula los mecanismos de mediación que hacen posible la cooperación social, la que discierne el rol del Estado y sus funciones, y la que cimenta las instituciones que dan previsibilidad a la alternancia republicana en el poder. Por lo tanto, hagamos política con mayúsculas. Madura. Seria. Desafiante y, sobre todo, responsable con el país al que las malas decisiones – precisamente políticas– tienen a todos los bolivianos al borde de una quiebra económica, social e incluso moral.
Javier Medrano – Periodista