Cada vez es más difícil escribir sobre la tragedia de Valencia. Como imposible es ver un telediario sin alguna lágrima, especialmente ante el testimonio de una pérdida -un padre, un niño, o los abuelos-, o la inacabable columna de voluntarios solidarios que peregrinaron kilómetros con alimentos, pañales, palas y escobas. “Tal como entrabas en una casa para ayudar, se echaban a llorar de emoción”, cuentan algunos. O como decía el alcalde de Algemesí el domingo por la tarde, “el pueblo español es extraordinariamente solidario; recibimos ayuda desde Bilbao a Sanlúcar de Barrameda”. Los días pasan y el martes se cumplirá ya una semana del desastre; pasan las horas y cada día se redimensionan, siempre creciendo, los límites del desastre. Y falta el número final de víctimas sobre el que no se debe especular, aunque se teme lo peor por los parkings aún anegados de lodo.
Con esa situación, con la desesperación reinante, es comprensible la rabia de los vecinos. Pero justo es decir también que mezclados con ellos, y con los admirables voluntarios, había también militantes ultraderechistas, como ellos mismos han reivindicado: se atribuyen los golpes al coche que trasladaba al presidente Pedro Sánchez. El propio rey Felipe VI recomendó a los vecinos no hacer caso de bulos e intoxicación.
La mayor tragedia del siglo en España merecerá análisis en todos los planos: desde el científico, por la prevención, al técnico, por la actuación ante catástrofes; y el político, por supuesto. En Valencia, por presiones de Vox que niega el cambio climático, se disolvió la Unidad de Emergencias de la Generalitat. “Faltan profesionales y sobran militantes en puestos clave”, escribe Jaume Aroca en La Vanguardia. Y mejorar la comunicación: hay que transmitir los avisos con claridad y considerar el factor tiempo como determinante.
La alarma sonó en mi teléfono, y en el de todos los que estábamos en el aeropuerto de Valencia el martes 29 de octubre, a las siete y siete minutos de la tarde. Y de nuevo a las ocho. Un vecino denuncia que recibió esa alarma cuando estaba subido en un árbol para no ahogarse. Expliquen por qué ese retraso si ya se sabía desde primera hora de la gravedad de las precipitaciones inminentes y si al mediodía ya se habían desbordado algunos barrancos. Sin alarmas oficiales algunas empresas enviaron la gente a casa, por si acaso; la Universidad de Valencia cerró al mediodía, pero mi conferencia en la Politécnica terminó cerca de las seis y estábamos allí casi trescientas personas. Los asistentes de Murcia salieron en coche y algunos no llegarían a su destino (sobre 250 kilómetros) hasta 18 horas después, al quedar bloqueados en las carreteras.
Otras lecciones observadas: el mercado no dimite, ni tiene piedad en las catástrofes. Unas pasajeras gallegas denunciaban en el aeropuerto que por alquilar un coche les pedían 800 euros por día. Las pocas plazas disponibles en aviones, que aún tardarían muchas horas en salir por pistas inundadas, se dispararon. Para ir a Madrid se podía comprar un vuelo internacional por 900 euros y bajarse en la escala. Se agotaron enseguida. Más delictivo aún: los profesionales del hurto aparecieron en las zonas inundadas, no a robar comida, sino teléfonos, perfumería y joyas. Cien detenidos, con petición fiscal de cárcel preventiva directa por delinquir en circunstancias excepcionales.
Y luego la política. Observar la cara del presidente Mazón agradeciendo a Pedro Sánchez la ayuda del Estado y, en otro momento, mientras Núñez Feijóo pedía “no más ayuda, sino alguna ayuda del Estado”, es para una tesis doctoral sobre comunicación no verbal. Debería hacerse.
Crónica de Manuel Campo Vidal