Vivimos una época marcada por la tecnología y las redes sociales, que han modificado radicalmente la manera en que nos relacionamos, aprendemos y participamos en la vida pública. Esta hiperconexión nos abre puertas al acceso inmediato a la información, la comunicación constante y nuevas formas de ser parte de la vida ciudadana. Pero al mismo tiempo plantea riesgos que atraviesan la educación, la política y la economía. La paradoja es evidente: mientras la tecnología nos acerca, también nos distancia; mientras informa, también puede manipular.
Un estudio de Captura Consulting, realizado entre abril y mayo de 2023 en el eje troncal y El Alto, muestra que cerca del 70 % de los encuestados urbanos usa internet todos los días, con un promedio de 6,8 horas de conexión, una hora más que antes de la pandemia. La mayoría emplea este tiempo en mensajería instantánea, noticias digitales, redes sociales como Facebook, TikTok e Instagram, además de compras mediante códigos QR. Sin embargo, estas cifras reflejan principalmente el mundo urbano; en las áreas rurales, la falta de conectividad y dispositivos sigue marcando una desigualdad profunda.
En la educación, los efectos son ambiguos. Tener acceso inmediato a información potencia el aprendizaje, pero también genera dependencia de dispositivos que reemplazan la memoria y reducen la capacidad de síntesis. Lo que algunos expertos llaman “externalización cognitiva” —es decir, delegar a la tecnología la tarea de almacenar y organizar información— plantea dudas sobre los métodos pedagógicos tradicionales. Muchos estudiantes buscan respuestas rápidas en Google, pero sin detenerse a comprender el contexto ni a desarrollar pensamiento crítico. Durante la pandemia, estas herramientas hicieron posible que las clases continuaran, aunque también dejaron en claro sus limitaciones.
En el ámbito político, el poder transformador de las redes sociales es innegable. Por un lado, democratizan el acceso a la información y fomentan nuevas formas de participación ciudadana. Sin embargo, también son espacios propicios para la manipulación y la polarización. La crisis política en Bolivia de 2019 ilustra claramente este fenómeno: las redes sociales permitieron denunciar irregularidades electorales y coordinar movilizaciones ciudadanas, pero, al mismo tiempo, exacerbaron las divisiones sociales y consolidaron narrativas confrontacionales. Un caso similar ocurrió en Nepal, donde jóvenes millennials compartieron información sobre la desigualdad en su país, se organizaron y lograron derrocar al gobierno.
Este patrón no es exclusivo de Bolivia. Javier Milei, en Argentina, construyó en 2023 gran parte de su base electoral a través de redes sociales, sobre todo entre jóvenes urbanos. Donald Trump, en Estados Unidos, consolidó su influencia política mediante comunicación directa en estas plataformas, evitando filtros tradicionales y generando agendas mediáticas propias. En Bolivia, figuras como Rodrigo Paz y Edman Lara evidencian cómo una estrategia digital efectiva puede modificar la percepción pública y los resultados electorales, especialmente en sectores jóvenes y urbanos.
La influencia digital se extiende también a la economía. La rapidez con que circula información, verdadera o falsa, impacta la confianza del mercado y puede generar volatilidad inmediata. Un caso concreto ocurrió con el Banco Fassil en 2023, cuando rumores difundidos por TikTok provocaron pánico financiero y afectaron la estabilidad de la institución, generando oscilaciones en el mercado cambiario. La narrativa digital, incluso sin fundamento, tiene consecuencias tangibles. Además, los influencers y creadores de contenido ejercen un poder económico creciente, moldeando patrones de consumo y percepción de marcas, lo que plantea interrogantes sobre transparencia, regulación y responsabilidad en la publicidad.
En Bolivia, el impacto de las redes sociales está condicionado por desigualdades estructurales. La brecha digital entre áreas urbanas y rurales reproduce inequidades históricas. Los jóvenes urbanos tienen acceso relativamente amplio a plataformas como WhatsApp, TikTok y Facebook, mientras las comunidades rurales enfrentan limitaciones de conectividad y acceso a dispositivos. Esta disparidad refuerza desigualdades sociales y económicas y limita la participación ciudadana en espacios digitales. La alfabetización digital insuficiente también dificulta que la población evalúe críticamente la información que circula en las plataformas.
El uso intensivo de redes sociales genera además efectos psicológicos y sociales significativos. La ansiedad, la dependencia de validación externa, la alteración de patrones de atención y conductas compulsivas son cada vez más frecuentes. La exposición constante a información fragmentada y polarizada reduce la capacidad de análisis crítico y profundiza la división social. Desde una perspectiva sociológica, estas plataformas modifican las formas tradicionales de socialización y participación cívica, creando nuevos espacios de interacción, pero también nuevas formas de exclusión, manipulación y fragmentación social.
En definitiva, las redes sociales son herramientas de doble filo. Pueden abrir oportunidades en educación, política y economía, pero sus riesgos parecen avanzar con mayor rapidez que sus beneficios. En Bolivia, la débil regulación, la escasa alfabetización digital y las brechas estructurales limitan su potencial positivo. Si estas carencias no se enfrentan, lo más probable es que las redes profundicen la fragmentación social, la desconfianza institucional y el deterioro de la salud mental colectiva.
Hoy, las redes ya no son solo un canal de comunicación: se han convertido en fuerzas que moldean la vida pública y privada. Sin embargo, en lugar de convertirse en motores de desarrollo equitativo, corren el riesgo de consolidar nuevas brechas y dependencias. Mientras no existan políticas públicas sólidas y una ciudadanía con pensamiento crítico, la digitalización boliviana seguirá reproduciendo desigualdades y vulnerabilidades, dejando más preguntas que respuestas sobre el verdadero costo de esta hiper conexión.