Con la llegada de septiembre, Bolivia se adentra en una temporada de elevación de temperaturas, un fenómeno exacerbado por la quema de maleza destinada a la deforestación. Esta práctica no solo eleva las temperaturas, sino que también provoca una contaminación del aire sin precedentes, especialmente en el oriente del país y en algunos valles. A pesar de las restricciones legales que prohíben la quema de bosques hasta noviembre, en agosto se han registrado 15.908 focos de calor, la mayoría en el departamento de Santa Cruz, con 13.547 focos identificados, según el Sistema Integrado de Monitoreo de Bosques. Este dato refleja una crisis ambiental que va más allá de los incendios y revela una serie de problemas estructurales profundos.
Desde hace muchos años, Bolivia ha sido escenario de desastres ecológicos recurrentes debido a la quema sistemática de áreas boscosas en el oriente del país. Esta práctica ha adquirido un carácter casi rutinario, destruyendo la fauna y la flora de manera sistemática año tras año. A pesar del esfuerzo heroico y comprometido de bomberos voluntarios, tanto nacionales como internacionales, para combatir estos incendios, sus esfuerzos a menudo parecen ser insuficientes. La realidad es que, mientras estos héroes se enfrentan a las llamas y al humo, la expansión agrícola y ganadera sigue avanzando, impulsada por una legislación que, en lugar de frenar la deforestación, la ampara y promociona.
La magnitud del problema es alarmante. En el último año, Bolivia ha perdido aproximadamente 500.000 hectáreas de bosque, un incremento significativo en comparación con años anteriores. Entre 2001 y 2020, el país sufrió una pérdida promedio anual de 3,7 millones de hectáreas, con picos de hasta 5 millones en años críticos como 2019. Esta devastación afecta principalmente a las regiones de Beni y Santa Cruz, áreas cruciales tanto para la biodiversidad como para las comunidades locales que dependen de estos recursos.
La expansión agrícola, ganadera y minera es uno de los motores principales detrás de esta deforestación. Empresas agrícolas y ganaderas, centradas en maximizar sus beneficios, a menudo ignoran el impacto ambiental de sus prácticas. Un ejemplo claro es la producción de soya en Bolivia, que resulta menos eficiente comparada con la de países vecinos como Brasil y Argentina. Mientras estos países logran rendimientos de entre 2,7 y 3,5 toneladas por hectárea, Bolivia apenas alcanza 2,3 toneladas. Esta baja eficiencia impulsa una expansión constante de la frontera agrícola, exacerbando la pérdida de bosques en el país.
La relación entre deforestación y pobreza es bidireccional y problemática. Por un lado, la pobreza impulsa la deforestación, ya que las comunidades rurales marginadas, con pocas oportunidades económicas, recurren a la tala de bosques para la agricultura de subsistencia y la ganadería. Aunque estas actividades pueden proporcionar ingresos a corto plazo, son insostenibles y conducen a la degradación del suelo, obligando a las familias a buscar nuevas tierras y perpetuando la pérdida de bosques.
Por otro lado, la deforestación agrava la pobreza. La reducción de la cobertura forestal disminuye la disponibilidad de recursos naturales esenciales como madera, frutos y plantas medicinales, vitales para la subsistencia de muchas comunidades rurales. Además, la pérdida de bosques contribuye al cambio climático y a eventos climáticos extremos, como sequías e inundaciones, que afectan desproporcionadamente a las poblaciones más pobres. Estos eventos devastan cultivos y destruyen infraestructuras, incrementando la inseguridad alimentaria y la migración forzada.
La situación se ve agravada por aspectos estructurales de la economía y las políticas gubernamentales. La entrega de tierras fiscales en el oriente del país, realizada con fines electorales, ha intensificado la deforestación. Estas tierras, asignadas a individuos y familias sin experiencia agrícola, han sido explotadas de manera insostenible, resultando en incendios incontrolados y un deterioro ambiental significativo. Este problema refleja la falta de conocimientos en prácticas agrícolas adecuadas y una búsqueda de beneficios rápidos a expensas del medio ambiente.
La agroindustria también desempeña un papel crucial en esta crisis. Empresas que buscan maximizar sus beneficios han impulsado la expansión de la frontera agrícola con prácticas que no siempre garantizan la sostenibilidad. En el caso del ganado en Beni, la quema extensiva para aumentar la producción de pastizales ha causado daños ambientales que no justifican los beneficios obtenidos. Los datos del Producto Interno Bruto Pecuario muestran que las ganancias generadas no compensan el costo ambiental, resaltando la necesidad de reevaluar las estrategias ganaderas.
Romper el ciclo de deforestación y pobreza en Bolivia requiere un enfoque integral y multifacético. Es crucial promover alternativas económicas sostenibles, como el ecoturismo, la agroforestería y la recolección de productos forestales no maderables. Estas prácticas pueden ofrecer ingresos a las comunidades sin dañar el medio ambiente y mejorar la resiliencia económica, proporcionando una solución viable a este complejo problema.
En conclusión, Bolivia se encuentra en una encrucijada crítica. Mientras los bomberos voluntarios luchan valientemente contra los incendios, la expansión agrícola y ganadera, respaldada por una legislación inadecuada, sigue avanzando. Para abordar esta situación, es necesario un cambio profundo en las políticas y en la forma en que valoramos nuestros recursos naturales. La protección de los bosques no solo es vital para Bolivia, sino para el bienestar del planeta entero.