Existe una especie de ruta de conducta de facto a seguir para los políticos, criollos y globales: cuando llegues al poder, haz de tu vida un relajo. Y mientras más lejos llegues o más poder acumules, más relajo debes hacer. De lo contrario, eres o un novato o un pusilánime que no sabe comportarse con el poder entre tus manos.
El relajo – entendido como aquellos sujetos que solo ven lo que les conviene, que no miden las consecuencias de sus acciones, que les importa un sorete el bienestar de los demás y, para colmo, se muestran como paladines de la moral y las buenas costumbres o como los grandes defensores de la legalidad, es una parte esencial del accionar de nuestros políticos y autoridades -, venga de donde venga, sin distinción de clases, colores e ideologías (si es que aún existen) es el diario vivir de nuestros tiempos.
Nuestros políticos buscan el poder a toda costa y precio y una vez conseguido se desenrollan en un enorme relajo y se lanzan de cabeza a vivir en una inmediatez absurda, como si no existiese el mañana o el futuro.
Todo gira alrededor de ellos. El poder los envuelve. Los emboba. Los embrutece y se transforman en verdaderas lacras que solo se desenvuelven en torno a su propio beneficio y en favor de algunos cuantos lacayos, en el mejor de los casos.
Renuncian abiertamente al sentido común. A la capacidad de reflexión y reniegan de cualquier límite o normativa que pueda constreñirlos en su afán desmedido de sumergirse en el más absoluto relajo.
Esta manera de ejercer el poder desde la política es una burla colectiva y estruendosa que pulveriza cualquier clase de comportamiento moderado y sensato, propio de un gestor público que trabaja por el bien común de una sociedad.
El otro – ya ni siquiera como crítico o regulador – es visto como una fuente exclusiva de adulación que debe reforzar su amor propio desmedido. Una especie de anabólico que alimenta unos músculos grotescos que sólo sirven para tumbar todo a su alrededor.
Entonces, es bastante legítimo preguntarse si las personas que se obnubilan con el poder tienen una autoestima tan alta que anula por completo hasta la más minúscula señal de inteligencia y comportamiento racional. Las primeras señales son que suelen creer que tienen respuesta para todo. Y si no la tienen, la inventan. Se quieren tanto que no dudan de que la verdad los bendice cada vez que abren la boca, cuando en realidad, solo hablan sandeces.
Este relajo político y de enamoramiento narcisista completamente desembozado tienen su máxima representación en las figuras de Donald Trump, Hugo Chávez, Fidel Castro y en una sarta de imitadores de medio pelo en diferentes lares de nuestro país y de la región.
La neuropsicología nos advierte que, para llegar a estos niveles de brutalismo, se debe cumplir una característica principal: quererse a uno mismo de tal manera que le permita a esa persona construir una psiquis absolutamente centrada en el ego y que, curiosamente, le tolere sentirse muy cómodo siendo un individuo simplón, corriente y, por supuesto, vulgar.
La cultura, para esta clase de personajes, es un estorbo y cuanto más elementales son, peligrosamente, más lejos pueden llegar en el poder. Sus actitudes desmedidas no reparan en frenos o en conductas idóneas. Sus acciones se parecen mucho más a una conciencia de un adolescente desbocado que hace berrinches sin reparos inhibitorios. Para ellos, como verdaderos depredadores, la inteligencia no es un requisito. Por eso no le temen a nada. Y menos aún a cualquier repercusión emocional o moral.
Es, sin lugar a duda, una actitud derivada de la inmadurez, como la que en la infancia tenía el dueño de la pelota que rabioso se la llevaba en mitad del partido bajo el argumento de que no se la pasaban o no le dejaban meter un gol. Este virus ahora se acrecienta gracias al fogonazo de las redes sociales, que terminan por pulverizar un mínimo de empatía, de capacidad de ver los matices de la realidad y de aceptar, incluso, la propia ambigüedad de la vida. Por eso pasa todo lo contrario, esta clase de inconductas que acaban siendo un lastre en la sociedad que premia el relajo en lugar de la sobriedad y la racionalidad.