¿La Capibara es del pueblo… o del show?
Una mirada crítica a lo que hay detrás del CapiFest
En medio de pancartas, disfraces coloridos y discursos emotivos, el reciente fervor por convertir a la capibara en símbolo doméstico de Trinidad parece más un acto de distracción populista que una verdadera causa ciudadana. No se trata de rechazar las manifestaciones culturales —todas tienen su valor—, pero sí de exigir coherencia, responsabilidad ambiental y honestidad sobre las prioridades de gestión pública.
El artículo de Sebastián Murillo, titulado “La capibara es del pueblo, no de las élites”, intenta romantizar una propuesta que, lejos de ser inocente, esconde contradicciones graves y una peligrosa instrumentalización de la fauna silvestre para fines más políticos que técnicos.
¿De verdad estamos listos para “domesticar” capibaras? ¿O se está utilizando una causa tierna como anzuelo emocional para justificar gastos públicos, desviar la atención y evitar debates de fondo sobre la real situación ambiental de Beni?
En los últimos años, la figura del capibara como se le conoce en Bolivia— ha ganado popularidad a nivel global, viralizándose en redes sociales como un animal “simpático” y “apacible”, alimentando una visión distorsionada de su comportamiento y de su lugar en los ecosistemas. Esta tendencia ha generado una romantización peligrosa, que olvida que el capibara es el roedor más grande del mundo, una especie silvestre con necesidades específicas, y no un animal doméstico. En distintos países se ha alertado sobre el riesgo de intentar convertirlo en mascota, lo que ha derivado en casos de tráfico, abandono o problemas de salud pública por zoonosis.
En Bolivia, el fenómeno alcanzó un nivel institucional cuando el capibara fue declarado mascota oficial del Viceministerio de Comunicación. Esta decisión, lejos de fomentar una conciencia ambiental seria, banaliza la fauna silvestre al reducirla a una imagen de campaña o personaje mediático. El capibara no es una mascota ni un símbolo vacío que puede ser manipulado para fines comunicacionales o identitarios. Tratarlo como tal es irresponsable y contradice los principios de protección de la biodiversidad establecidos por el propio Estado. Celebrar su imagen no debería implicar poner en riesgo su hábitat ni desnaturalizar su condición silvestre para satisfacer agendas humanas.
El Ministerio de Medio Ambiente y Agua ha emitido una posición clara: la capibara es una especie silvestre. Convertirla en mascota no es simplemente un gesto cultural, es abrir la puerta a la tenencia irresponsable, al tráfico de animales y a futuros problemas sanitarios y éticos. Lo que hoy es un festival con disfraces mañana puede ser un criadero ilegal o una emergencia veterinaria en cada casa.
Además, hay una pregunta incómoda que nadie parece querer responder: ¿cuánto está costando este show? ¿Qué interés hay detrás del impulso mediático y económico al CapiFest? Porque si de verdad se tratara de “amor a lo propio”, tal vez podríamos empezar invirtiendo en políticas de conservación reales, en educación ambiental, en mejorar los parques urbanos donde sí habitan capibaras, y en fortalecer nuestra relación con la naturaleza sin forzarla.
Decir que esta propuesta nace del “pueblo” es una generalización peligrosa. Muchos trinitarios, benianos y bolivianos en general nos sentimos orgullosos de nuestra fauna porque es silvestre, no porque queramos tenerla en el patio. No toda identidad necesita ser domesticada, ni todo cariño debe expresarse con posesión.
El respeto a nuestra tierra no se demuestra disfrazando roedores, sino protegiendo sus hábitats, luchando contra la deforestación y defendiendo las especies desde su esencia. La capibara no es un símbolo vacío: es un ser vivo con un rol ecológico clave.
En vez de gritar que “no pedimos permiso”, ¿por qué no exigimos rendición de cuentas? ¿Por qué no preguntamos si el entusiasmo que vemos tiene más que ver con presupuestos asignados que con causas legítimas?
Tal vez la capibara sí sea del pueblo, pero el uso que se le está dando parece más de un puñado de gestores que buscan capitalizar afectos… sin asumir las consecuencias.
La identidad no necesita permiso. Pero sí, responsabilidad.