A propósito de las elecciones naciones, cada elección revive el mismo ritual: encuestas por todas partes, números que suben o bajan, titulares que exageran, redes que explotan, y analistas que se pelean por interpretar quién va ganando. Pero entre tanta estadística, entusiasmo y ruido, hay algo que muchos siguen sin entender: una encuesta no es una predicción, y mal leída, puede ser más perjudicial que útil.
Las encuestas serias son herramientas poderosas. Permiten tomarle el pulso al electorado, detectar tendencias y entender cómo se mueven los ánimos sociales en un preciso momento, es una foto instantánea. Pero, además hay una condición fundamental: deben hacerse con rigor. Y deben interpretarse con aún más cuidado.
Pongamos un ejemplo que suele pasar desapercibido en el debate público. Si una encuesta le da 48% a un candidato y 46% a otro, y el margen de error es de ±3%, lo correcto no es decir que el primero “va ganando”. Lo correcto es admitir que hay un empate técnico. La diferencia está dentro del margen de error, por lo tanto, cualquiera de los dos podría estar al frente.
Sin embargo, muchos titulares —y no pocos voceros de campaña— optan por construir una narrativa de “remontada” o “ventaja consolidada”. ¿Por qué? Porque conviene. Pero eso no es análisis, eso es propaganda.
Otro malentendido común; especialmente en esta era digital, es confundir una encuesta profesional con un sondeo online. Basta abrir cualquier red social o página de noticias para encontrar votaciones abiertas que preguntan: “¿Por quién vas a votar?”. El problema es que estos mecanismos no tienen valor estadístico. Participa quien quiere, cuantas veces quiera, y con cero controles sobre la representatividad del universo.
¿El resultado? Una ilusión de certeza. Grupos organizados que votan en masa, bots que inflan opciones, y usuarios que luego presentan esos datos como “la voluntad popular”. Una burbuja más, alimentada por entusiasmo, ignorancia o mala fe.
En redes sociales se vive otra distorsión: la cámara de eco. Los algoritmos te muestran lo que te gusta, lo que confirma tus ideas. Así, puedes pasar semanas convencido de que todo el país piensa como tú. Pero basta mirar una encuesta bien hecha para notar que el mundo real es más diverso, más contradictorio y, sí, a veces más incómodo de lo que uno quisiera.
El peligro aparece cuando esa encuesta contradice tus creencias, y en lugar de reflexionar, la descartas. “Está comprada”, “es falsa”, “la hizo el medio enemigo”. El sesgo se refuerza, la polarización crece, y el debate se empobrece.
Una encuesta puede informar o puede manipular, dependiendo de cómo se construye y cómo se comunica. Pero incluso cuando los datos son sólidos, si los que los interpretan lo hacen mal —o con intención de torcerlos—, el daño está hecho.
Y esto aplica no solo a los políticos o medios. Aplica a todos nosotros. Porque cada vez que compartimos una encuesta sin leerla completa, sin revisar la metodología, sin entender el contexto o el margen de error, estamos contribuyendo a la confusión.
La democracia necesita información, no espejismos. Y eso requiere más que números: requiere pensamiento crítico.
Al final del día, ninguna encuesta decide el resultado de una elección. Lo decide la ciudadanía, en las urnas. Pero si queremos llegar a ese momento con una sociedad bien informada y con capacidad de elegir libremente, entonces debemos exigir que las encuestas se hagan bien, se comuniquen mejor y se lean con responsabilidad.
Creer que una encuesta define el futuro es un error. Usarla para justificar lo que ya crees, sin cuestionar, es otro peor. Las encuestas no están para hacerte sentir cómodo. Están para ayudarte a pensar.